Apenas media hora después de haber tocado el cielo con las manos, los problemas del éxito comenzaron a aparecer. Pocos minutos atrás, Andrés se había consagrado como el número uno del deporte de su país.

Un momento moderadamente emotivo dado que su rival no se había presentado a jugar por estar lesionado. Ese hecho había significado el paso a la final, y los puntos obtenidos en dicha instancia le aseguraron el primer lugar en el ranking nacional.

Las personas que seguían de cerca la puja por la primacía de ese deporte, felicitaron a Andrés por su logro. Ya nadie podría quitarle lo acaba de obtener. Él estaba satisfecho y contento aunque no eufórico, porque había ganado ese partido sin jugar.

Por un lado, era positivo porque no había corrido el riesgo de jugar. Al hacerlo siempre se podía perder: porque el rival tuviera un gran día, porque uno tuviera un mal día, por una imprevista lesión, o por cualquiera de esas sorpresas que la vida deparar a los humanos.

En este caso la suerte había estado del lado de Andrés y el lesionado que no se había podido presentar, era su rival. La contracara de no haber estado expuesto a ese riesgo, era no tener la alegría de haber ganado jugando. Era bueno asegurar su primer puesto, aunque faltara la excitación asociada a semejante logro.

Mientras volvía a su casa en bicicleta, el éxito le mostró otra de sus caras. Pedaleando, Andrés tomó conciencia de que más allá de lo lindo que era estar en la cumbre, ahora todos querrían ganarle.

Sentir que acababa de convertirse en el jugador a vencer por todos, lo angustió. A partir de aquél momento, él sería la motivación de todos sus rivales. Él en cambio, no tendría mayor desafío que mantener lo logrado, algo que no resultaba muy inspirador.

La presión lo empezó a abrumar, mientras su inconsciente buscaba mecanismos para librarse de ella. Tal vez, -pensó-, podría perder de vez en cuando, de forma tal que la gente no se acostumbrara demasiado a su éxito. Sino, empezarían a dar por descontado sus victorias y eso, además de no ser cierto, era una carga muy difícil de sobrellevar.

La vida siempre se ponía pesada cuando el entorno de uno daba por asumido que lo extraordinario era lo normal. Pocas cosas eran más frustrantes que percibir que las personas más cercanas daban por sentado algo que no tenía nada de común.

Al año siguiente, cuando debía defender los puntos y campeonatos para mantener su primacía en el ranking, la mente de Andrés resolvería aquella situación de otra forma. Sintiendo que estaba obligado a ganar y con una carga que le resultaba intolerable, su cerebro encontró un atajo bastante heterodoxo: somatizar.

En varias ocasiones y pocas semanas antes de los campeonatos, se lesionaba. Eso lo sacaba de carrera por unos diez días, permitiéndole volver a entrenar muy cerca del torneo. Y si bien llegaba a presentarse, siempre era en condiciones sub óptimas. Su eventual bajo rendimiento estaba justificado por las lesiones. Después de todo; ¿quién podría no entender un problema de salud? La justificación era perfecta. No evitaba el dolor de la derrota y la pérdida de la hegemonía, pero al menos, brindaba una buena coartada para mostrar que no era un problema suyo sino del destino.

Con los años podría comprender ese proceso y la maravilla de su inconsciente para sacarlo de un lugar que le hacía mal. Si bien lesionarse no parecía un buen mecanismo para quitarse presión de encima, había resultado el mejor entre los posibles.

Pudo entender aquellas investigaciones que sostenían que la mayoría de los accidentes no eran tan accidentales, sino que tenían un alto componente del inconsciente buscando una escapatoria, aunque costara aceptar que fuera la mejor.

Dos años después de su irrupción como número uno, había vuelto de una larga temporada en el exterior. El duelo por el liderazgo lo había llevado a la final, derrotando en la semifinal a la nueva estrella del circuito. Todo parecía listo para retomar el tan ansiado podio.

Por ser el primer torneo del año, concentraba las expectativas del ambiente, deseoso de ver quién se quedaría con la punta. Andrés empezó a jugar la final con una enorme prestancia y durante un rato manejó el partido a su antojo. De repente cometió un error no forzado y súbitamente su confianza fue escurriéndose como el agua entre los dedos. En pocos minutos estaba perdiendo dos a cero y al borde del precipicio.

Ver a sus familiares, amigos y patrocinantes en la tribuna, lo obligó a sacar fuerzas de donde no tenía y pelear el partido como fuese. Con un esfuerzo sobrehumano consiguió empatar en dos. Toda su hinchada estaba exultante excepto él, que seguía sin un gramo de confianza ni mucho menos de esperanza. Quería terminar con aquella tortura lo antes posible e irse a su casa.

Por supuesto que no le daba lo mismo ganar que perder, pero en el fondo de su corazón, no sentía que pudiera ganar. Aunque aquél sentimiento, como todos, fuera algo engañoso.

Si se había recuperado y empatado en dos; ¿por qué no sería capaz de ganar el último y decisivo juego cuando había podido ganar los dos anteriores? La falta de fe fue determinante y Andrés perdió ese juego y la final.

Apenas dos semanas después de ese torneo, había otro. Hubiera sido normal tomarlo como oportunidad de revancha, pero el corazón de Andrés todavía no se había repuesto de aquél agujero negro de falta de confianza en el que había caído. Pese a sus dudas, llegó nuevamente a la final a enfrentar al mismo contendiente que había sido su verdugo quince días atrás.

Aunque no tuviera conciencia de ello, no estaba preparado para exponerse a una nueva derrota con su archi rival. Con un sentimiento que ni él mismo registraba, su inconsciente volvió a orquestar una salida heterodoxa: tener un accidente automovilístico que si bien no lo lesionara gravemente, al menos le permitiera evitar la final en la que probablemente sería derrotado.

¿Inconscientemente habría calibrado con precisión un episodio lo suficientemente grave para obligarlo a parar, aunque no tan grave como para tener consecuencias de largo plazo?

Diez años después la vida le volvía a mostrar otra cara del éxito. La convocatoria a inscripción de la flamante escuela de gobierno lo había conmovido. Era su oportunidad para ingresar en política, esa actividad que había descubierto tardíamente que le apasionaba. Se anotó pensando en que su única oportunidad era egresar de aquél curso con el primer puesto.

Dos años más tarde y después de una feroz competencia en la que se habían anotado seiscientos aspirantes, aceptado sólo a cien, y finalizado poco más de cuarenta, Andrés se quedaba con la medalla de oro. La entrega de premios ocurría en la Casa de Gobierno y a cargo del presidente de la nación.

Aquella noche cuando toda la parafernalia había pasado, Andrés salió a caminar solo, magnánimo. Se sentía poderoso, capaz de lograr cualquier cosa que se propusiera. Una vez más le había ganado a todos y en un espacio altamente competitivo. ¿Qué podría frenarlo?

Mientras caminaba orgulloso en esa noche de verano, la inquietud volvió a presentarse, tal como le había ocurrido cuando acababa de ganar el campeonato nacional. Si bien en este caso no había nada que mantener porque el curso ya se había terminado, la angustia se empezaba a filtrar por debajo de la puerta.

¿Cuál sería el próximo objetivo a lograr? Llevaba pocas horas de haber cumplido un sueño, y ya se sentía exigido de nuevo.

Durante unos instantes intentó ocultarlo, porque el mero hecho de pensarlo lo angustiaba. Sin embargo, por más que trató de mirar para otro lado, tuvo que asumir que su siguiente meta era convertirse en presidente. Imaginarlo lo puso muy incómodo, porque no podía omitir que ese objetivo tomaría décadas, y con amplias posibilidades de no poder lograrlo. ¿Qué pasaría si no lo alcanzaba? ¿Se sentiría frustrado, o asumiría que dada la dificultad extrema era comprensible aceptar un resultado menos ambicioso? Tuvo temor de contestarse, sabiendo que su implacable interior no se conformaría con menos.

Se preguntó por qué querría ser presidente. Sintió que su identidad había sido construida a fuerza de logros. Él era eso. ¿Era eso? Sintió que necesitaba hacerse valer con éxitos. ¿En verdad lo necesitaba? Que de esa forma, las personas lo respetarían y lo valorarían.

Mientras seguía alejándose de su casa, se dio cuenta que el desafío era colosal. Y que las probabilidades de frustrarse, inmensas. Registró que el vincular el éxito a su identidad era una trampa mortal. ¿Cómo supeditar algo permanente como su identidad, a algo como el éxito, que por definición, siempre era pasajero? ¿En los momentos que dejara de ser exitoso dejaría de ser?

¿Todo el tiempo tendría que estar empujando, para sentir que con éxito compraba su razón de ser? ¿No habría otra manera menos forzada o más fluida de vivir?

Al regresar, fue tomando conciencia que esa estrategia era extenuante y estéril. Inevitablemente recordó aquella noche en que había logrado ser el número uno en su deporte. En aquél momento, el problema del éxito había sido la presión por mantenerlo y el miedo a perder. Una década después, el éxito le mostraba otra cara oculta y desagradable: la de un monstruo voraz que nada le alcanzaba y que exigía ser alimentado constantemente.

Su estado emocional distaba mucho del que tenía al salir. Había pasado de magnánimo a taciturno en sólo noventa minutos de una caminata que se suponía triunfal.

¿Por qué sería que los seres humanos perseguían la gloria como sinónimo de felicidad cuando los hechos mostraban otra cosa? Al ingresar a su casa, la única certeza que tenía era que el éxito era un estafador. No pagaba tanto como prometía.

Artículo de Juan Tonelli: Espejismos.

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