-«Esto es lo que hice de mi vida», fue la lapidaria frase del ministro. ¿Qué le había pasado a este poderoso funcionario, para con la vista extraviada, realizar semejante autocrítica existencial?

Tomás, su interlocutor, se quedó congelado. No es que él percibiera lo contrario, sino que creía que estas personas que devenían en monstruos, no tenían consciencia. Sin embargo, el comentario dejaba entrever lo contrario.

Mientras miraba los ojos rojos que el ministro tenía producto del cansancio y de la cocaína, Tomás se preguntó qué habría pasado para que aquél señor hiciera de su vida semejante destrozo. Si bien era alguien importante, rico y poderoso, estaba claro que no conocía la palabra paz. Mucho menos, el sentido de las cosas.

¿Cómo era posible que hombres tan brillantes y con tanto carácter, pudieran extraviarse tanto?  

¿Existiría tal cosa como un pacto con el Diablo? ¿Ese anhelo de los hombres de lograr la cosas terrenales como fama, dinero, poder, a cambio de entregar la vida eterna? Tomás se rió para sus adentros, ya que no creía en el demonio ni tampoco en el paraíso. Ya bastante lo habían torturado los curas de su colegio con aquellas teorías. Sin embargo, podía percibir con claridad que existían personas que eran realmente malignas. Y el ministro que tenía enfrente era uno de ellos.

Recordó que ese señor tan terrible, había sido seminarista. O sea que al terminar su escuela secundaria había decidido consagrar su vida a Dios, eligiendo ser sacerdote. Después de varios años de carrera y producto de un enamoramiento fatal de quien sería su primera entre múltiples esposas, había dejado el monasterio. Pero su abandono de la carrera sacerdotal no había sido por malas razones ni había implicado un declinar en su integridad.

¿Qué habría pasado entonces, para que un hombre como aquél se transformara en un ser como éste?

Aprovechando la extraña circunstancia, Tomás hizo esa misma pregunta en voz alta. El ministro, cuya mirada estaba perdida, levantó las cejas como si él mismo no tuviera respuesta a aquél cuestionamiento.

«-Dicen que el camino al infierno es una gran autopista bien asfaltada», dijo en voz baja. Y como si hubiera percibido las demás preguntas que se había hecho su interlocutor, empezó a compartir sus pensamientos en voz alta.

«-Al menos en mi caso, no existió tal cosa como un pacto con el diablo. Sólo fueron mil decisiones, al principio pequeñas y hasta ambiguas, a las que fui cediendo casi sin darme cuenta. Pensar que cuando dejé el seminario a los 24 años, creía que serle infiel a mi novia sería imposible porque después sería incapaz de mirarla a los ojos…»

«Es increíble la capacidad de mentir que uno va desarrollando con los años. A los cuarenta, ya todos somos especialistas.»

Después de una pausa que pareció eterna, prosiguió. «-Ni te cuento con la guita; yo que en el colegio no podía ni robarme un caramelo, de repente me encontré manejando grandes cifras de dinero. Al principio había que separar algo para hacer política, y para bancar a gente que lo necesitaba. Vos me entendés, las típicas paradojas de la vida. Y resulta que uno que quería ser Robin Hood, termina perjudicando a los pobres para ayudar a algunos ricos. En la confusión y el marasmo del dinero negro, vas perdiendo el norte y no tenés ninguna brújula.»

«La realidad llena de contradicciones te va mareando y llega un punto en el que perdiste completamente la capacidad de discernir entre el bien y el mal.»

«-Los hechos te imponen cruzar la línea que los separa, y uno acepta hacer una única incursión en el campo enemigo, dado que el fin justifica ese medio. Con el tiempo, la situación te lleva a repetirlo y uno cada vez llega más lejos, acostumbrándose. Lo que antes te producía taquicardia se transforma en un juego de niños. Después de verte forzado a cruzarla muchas veces, la raya se va borroneando hasta volverse invisible.»

«Ya no sabés cuál es el límite entre el bien y el mal. Para peor, tu mente justifica todo. ¿O acaso te pensás que Hitler no estaba convencido de que hacía lo correcto? Era una atrocidad, pero en su insanía creería que era el precio que tenía que pagar para lograr un buen fin.»

Ante semejante revelación, Tomás estaba mudo. Parecía que el ministro había tenido un rapto de conciencia y humanidad. ¿No estaba todo perdido entonces? ¿Sería posible redimirse y enderezar la vida? Sin que mediara demasiado lugar para ilusiones y preguntas, el hombre de poder continuó su monólogo.

«-Pibe, ¿vos pensás que en algún momento uno tiene una gran encrucijada entre el bien y el mal? Eso es lo excepcional, porque por lo general así no ocurren las cosas. Es una seducción en la que te vas deslizando casi imperceptiblemente. Al principio y durante un tiempo, son pequeños dilemas, que uno al elegir mal los minimiza y justifica. Pero después eso va creciendo y la capacidad de justificación y negación crece a la par de los conflictos. Si hasta el noventa por ciento de los asesinos están convencidos que son inocentes.»

«-Así funciona el mal. La trampa es creer que uno lo va a dominar. Pero al principio te deja ganar, mucho. Y cuando estás bien adentro, ya no tenés fuerzas para volver. Uno creía que lo dominaba, pero resulta que no dominaba nada. Es como el casino: la entrada es gratis, y la primer pérdida, es siempre la menor. Pero uno se queda e insiste.»

Su joven interlocutor estaba maravillado por la lección, aunque un poco asustado. ¿Acaso él también podría convertirse en semejante monstruo? Su respuesta refleja fue que no. Él era bueno. ¿Pero eso era verdad o era solo un impulso tranquilizador?

Como si su ser profundo le quisiera señalar su condición humana, recordó una frase de un destacado psicoanalista que decía que no existía convento que no tuviera un cuarto perverso. ¿Cuál sería su propio cuarto perverso? Tomás no lo sabía. Para profundizar su angustia, su mente le trajo a la memoria un reportaje del sociólogo Zygmunt Bauman, quien pese a haber sido víctima del nazismo, reconocía que la condición humana podía llevar a repetir el holocausto.»

E iba más lejos, diciendo: «-el problema no es que el holocausto se podría volver a repetir hoy en día; el gran tema es que nosotros mismos, vos y yo, podríamos ser los instrumentos de semejante atrocidad.»

Aquella reflexión que en su momento le había helado la sangre, volvía a sacudir su ser. ¿Yo puedo convertirme en semejante monstruo? ¿Cómo ocurriría? Tener frente a sí a aquél poderoso que en alguna época había sido un hombre piadoso y correcto, reafirmaba la hipótesis de que el ser humano siempre estaba a punto de perderse.

Que el camino del mal no se presentaba en enormes disyuntivas, sino en micro decisiones, casi insignificantes. Como las adicciones, en las que al principio todo era divertido y adrenalínico hasta que la realidad irrumpía de la peor forma para notificarle al protagonista que no manejaba nada.

Volvió a ver al ministro, que después de ese breve estado de consciencia, solo exhibía esa cara horrible que había tallado con décadas de malas decisiones. Pese a su intento de encontrar la forma de ponerse a salvo del mal, Tomás no la encontró. Y sentir tanta vulnerabilidad lo angustió.

Sin embargo, tener consciencia de lo fácil que era perderse, le dio esperanza. Después de todo, si bien ese registro no era una vacuna contra el mal, era lo que más se le parecía. No garantizaría la salud, pero permitiría no negar el problema y eventualmente, poder afrontarlo.

Artículo de Juan Tonelli: Caballo de troya.

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