La situación no podía ser más paradójica. Alberto acababa de consagrarse campeón nacional por segunda vez, y en lugar de estar entusiasmado, quería dejar ese deporte que tanto lo frustraba. Aunque formalmente todo fuera viento en popa, en su interior él sentía que estaba muerto. Tantos sueños, expectativas e ilusiones y la realidad había sido tan despiadada. De nada importaba ser nuevamente el número uno. Su juego no evolucionaba, y hacía mucho, demasiado, que estaba estancado.

Su decepción era tan grande, que tenía la certeza de que no había salida. Su corazón seguía latiendo, pero él estaba muerto. Las pulsaciones eran sólo un reflejo del sistema nervioso central. Pero cansado de tanta frustración y fracaso, había enterrado todos sus sueños y esperanzas, sepultando también sin saberlo, la vida.

Con el dolor de su alma debía dejar esa actividad que tanto había amado, porque ya sólo le producía dolor. El de no ser. El diario y brutal contraste entre lo que él deseaba ser y lo que era. Y en ese abismo, sus sueños se estrellaban impunemente con enormes miedos que lo tenían atenazado.

Enterado de la crisis que atravesaba, su ex entrenador le pidió un extraño favor: presentarle a un antiguo maratonista que ahora entrenaba a otros atletas. Alberto, sin ninguna expectativa y casi por la obligación de los buenos tiempos compartidos, accedió.

La cita era una cena en la casa de su antiguo entrenador. Tan pronto llegó y le presentaron a ese misterioso corredor, le sorprendió la luminosidad que tenía. Era un negro de esos de ébano, con una mirada penetrante y una sonrisa tan blanca que quemaba la vista. Como la mayoría de las personas de color, resultaba imposible estimar la edad. Podría tener treinta o cincuenta y cinco años.

La cena y la conversación discurrieron apaciblemente, casi en forma anodina. Alberto no quería abrirse porque no era una iniciativa suya y además porque ya no creía en nada. Había perdido todas las esperanzas. Su ex entrenador y el misterioso negro hablaban del deporte, de la vida, y otras generalidades que casi lo aburrían. Pero después del café, y cuando todo parecía terminar sin penas ni gloria, el señor de ébano, totalmente fuera de contexto, abrió fuego: «-la verdad que vos no podés ser campeón de nada.»

Alberto se despabiló de golpe, con la alarma de que estaba en combate. ¿Qué le pasaba a este negro de mierda? Durante un nanosegundo consideró pararse y pegarle, pero dado que estaba su antiguo entrenador en el medio, optó por controlarse.

«-¿Por qué lo decís?», preguntó Alberto con un tono desafiante.

«-Porque estás hecho una porquería. No servís para nada. Así no le podés ganar a nadie. Y en nada. Creo que hasta yo te gano en tu deporte», disparó.

La ira de Alberto estaba por las nubes. «-Muy bien, tenemos un club acá a dos cuadras, así que podemos ir a jugar ahora», contratacó el campeón, dejando traslucir una firmeza propia de la envergadura que aún le quedaba.

«-Ahora va a estar cerrado», dijo el negro sin inquietarse.

-«Arrugaste», le contestó Alberto sobrador. «-Tan valiente que eras…»

«-Para nada», dijo el negro. Y volviendo hacia el anfitrión, le preguntó si tenía cartas. Ante su negativa, le pidió que trajera hojas en blanco. Con ellas en su poder, cortó diez papelitos iguales, y los numeró del uno al diez. Los dio vuelta, los mezcló, y lo desafió a Alberto a jugar.

«- Juguemos a ver quién saca el número más alto», propuso.

Alberto, entre sorprendido y fastidiado, aceptó. Después de observar un rato los papeles y ante la imposibilidad de detectar alguna transparencia que le garantizara el éxito, optó por concentrarse en elegir un número ganador. Dio vuelta uno, un siete. No era la gloria, pero tampoco sería fácil derrotarlo.

«-Hagamos una cosa», propuso el negro. «-Si saco un seis empatamos, porque vos sacaste primero».

«-No», fue la tajante respuesta de Alberto, sin que hubiera el menor atisbo de compasión. Ese señor no la merecía.

«-Dale», insistió el desafiante.

«-Elegí tu papel y no me fastidies más», lo cruzó Alberto.

El negro, sin perder la serenidad, eligió un papelito y lo dio vuelta. Un ocho.

La ira de Alberto no conocía límites. ¿Qué hacía en esa absurda cena, jugando a ese ridículo juego con ese payaso? Mientras el negro se reía obscenamente con esa sonrisa de perlas, Alberto le propuso jugar de nuevo.

«-Claro, soy un caballero», dijo el ganador mientras volvía a mezclar todos los papelitos. «-Pero esta vez elijo yo primero».

Más allá que el planteo fuera justo, Alberto aceptó con las ganas de poner las cosas en su lugar. Su corazón estaba inquieto porque no sentía confianza y temía que el negro volviera a ganarle. Igual, jugado por jugado, era mucho mejor arriesgarse que irse con una derrota digna.

Después de todo; ¿para qué servían las derrotas dignas? Para nada, obviamente. Era una mentira del sistema para mantener a las ovejas bajo control y evitar frecuentes revoluciones. En su corazón no había derrotas dignas. Había derrotas y había victorias. Lo demás… ¿Qué demás? No existía otra cosa.

El negro eligió su papelito, pero antes de darlo vuelta, hizo una pausa y le propuso a Alberto esperarlo a que eligiera. Alegó que no quería que el número tan bueno que él había elegido, lo desmoralizara prematuramente.

La violencia interna de Alberto era inconmensurable. Pendulaba entre hacer volar la mesa por los aires y matarlo a patadas, o más modestamente, irse. Sin embargo, optó por redoblar su disciplina, tranquilizarse, y después de meditar e intuir qué papelito elegir, tomar uno.

«-Démoslos vuelta simultáneamente», propuso el negro. Alberto, entre escéptico, desconfiado y hasta aturdido, comprobó que el suyo era un cinco, mientras que el de su rival era un nueve.

El negro se reía a carcajadas mientras Alberto, masticando la derrota, esperaba a que terminara.

-«Entendiste qué es lo que pasó?», preguntó el morocho con tono serio y paternal.

«-Sí. Me hiciste trampa», dijo Alberto buscando una excusa en la que ni él creía.

«-¿Sabés cuál es la diferencia entre vos y yo?», inquirió nuevamente el ex maratonista.

Ante el silencio de Alberto, se escuchó una palabra breve, de dos letras, cuyo sonido fue casi como el de una explosión atómica. Varias décadas después aún retumba en el corazón de quien esa noche empezaría a ser su discípulo.

«-Fe», fue lo único que dijo el negro, más serio que nunca.

Esa noche sería un punto de inflexión en la carrera deportiva y en la vida de Alberto. Sin que hubiera mediado más que algunas cuantas conversaciones con aquel señor, su juego mejoraría dramáticamente.

¿Qué había cambiado? ¿Si él seguía con sus mismas limitaciones, sus mismos problemas técnicos, su mismo estado físico, sus mismos miedos? Ahora creía.

Había dejado las certezas de que nada podría cambiar, de esa especie de muerte en vida. Durante unos meses experimentaría un estado de euforia que lo tornaría imbatible. Y cuando ese estado terminó, su corazón guardó un perfume que nunca más se iría de su vida.

De allí en más ganaría y perdería partidos, obviamente. Pero creería. Abandonaría definitivamente las certidumbres esterilizantes. Tendría la confianza de poner lo mejor de sí en cada juego. No habría garantías. Pero mucho menos, certezas que lo tornaban muerto en vida.

Descubrió que creer, lo cambiaba todo. Que la fe no garantizaría nunca los resultados pero sería imprescindible para poder transitar el camino. La fe le permitiría salir a la cancha, abrirse a la vida, a su misterio, a lo incierto. Aprendió que con fe podría jugar, ganando y perdiendo. Pero que sin fe no se podía vivir. Y tener fe, también era una decisión. La de elegir vivir.

Artículo de Juan Tonelli: La enfermedad de no creer en nada.

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