La velocidad era una antigua pasión. Ya a sus treinta y con buenos ingresos, había accedido a un auto muy deportivo. Enseguida se encontró manejando a 200 kilómetros por hora. El tema era que tenía un hijo recién nacido, aunque esa realidad no le hiciera mella a su compulsión.

Manejar a altas velocidades le producía un enorme placer. En parte, porque el riesgo era un gran concentrador de la mente. Forzosamente, el volátil cerebro estaba obligado a concentrarse. No había margen para distracciones ya que podían costar la vida. A su vez, percibir que a más de 200 km/h, la muerte era su copiloto.

Y ese flirteo con la muerte le resultaba sumamente vital. Buena paradoja: había que caminar al lado del abismo para sentir la vida. ¿Por qué sería? ¿Viviría anestesiado? ¿O la mera rutina de vivir lo cubriría con moho, obligándolo a sacarse las seguridades de encima?

Un día, en el grupo de terapia al que asistía le recomendaron ponerle un limitador de velocidad a su auto. La idea era evitar exponer a su hijo y su mujer a sus compulsiones. Dándose cuenta de que no podía ser tan estúpido, dejó de correr. Por un tiempo.

Como siempre, los temas de los seres humanos volvían una y otra vez.

Después de aquél auto vino uno familiar, que para él era como estar castrado. Nada menos viril que una camioneta que parecía un transporte escolar. Eso estaba bien para los impotentes, los débiles y los dominados. O para las mujeres y su cría. Pero no para un hombre. Lo del hombre era la caza, la guerra, dirimir la vida y la muerte. Que las mujeres se ocuparan del nido. Si hasta era biológico: unas tenían útero y otros pene.

Después de los años del auto familiar, vinieron un sinnúmero de contratiempos por lo que el sueño del gran auto se alejó hasta parecer imposible. Pero todo tenía su tiempo bajo el sol y en especial lo que parecía imposible. Después de varios años, reencauzó sus finanzas y finalmente se encontró comprando un auto ultra deportivo. Sintió que había recuperado su masculinidad tan postergada.

Sentir la fuerza G del auto al pisar el acelerador a fondo fue todo un despertar. Como un león que ruge por primera vez. Nunca en su vida se había animado a pisar un acelerador a fondo. Tenía miedo que el auto se rompiera, quemara o hasta explotara. Enterarse que nada de eso pasaba, sentir el bramido del motor y que su espalda se incrustaba en el asiento durante el despegue, le producía una emoción muy especial. Estaba más vivo que siempre, y eso no era poco para un tipo tan vital como él.

Claro, encontrarse manejando a 275 km/h  le generaba una mezcla de sentimientos. Por un lado, un enorme placer por la concentración asociada a semejante riesgo. Su mente estaba obligada a entrar en un trance meditativo para no perder la vida. Por otra parte, la presencia de la muerte como copiloto, era muy notoria. El menor error a esas velocidades, terminaría con su vida. ¿O la vida sería tan cruel de no matarlo y dejarlo tirado en una cama de por vida? No había que hacerle caso a esas tribulaciones. Eran paralizantes, y no había que permitirles ese éxito. Otra emoción era la posibilidad de acabar con su vida voluntariamente y en forma simple. La decisión de dar un volantazo en esos raides, terminaría con su existencia. Nunca en su vida caminaba voluntariamente tan cerca del abismo. Como sentir el frío caño de un revólver en la boca y acariciar el gatillo.

Empujar los límites y los miedos de uno. ¿Para qué? Extraña manera de valorar la vida. Recordó a aquellos combatientes birmanos que durante la Segunda Guerra Mundial, en los largos viajes de avión, jugaban a las cartas, y el que perdía tenía que tirarse sin paracaídas. Los partidos no podían ser más intensos. Inevitable cuando la misma vida estaba en juego.

Alguna de esas noches en que poseído, salía a manejar como un bólido, todas estas preguntas atravesaban su corazón. La muerte como compañera; la muerte como elección; la postración en una cama como una posibilidad; el suicidio como opción al alcance de la mano. Todo eso, llevaba a hacerlo sentir más vivo. Como también esa sensación de poder, propia de semejante velocidad. Ser un poco como un dios. Ese viejo anhelo humano. Pensar en que sus hijos se podrían quedar sin padre, le producía escalofríos, que trataba de no enfrentar para no tener que desacelerar. Pero; ¿acaso él podía elegir manejar más despacio? Por un lado, era evidente que sí; bastaba con levantar el pie. Y sin embargo, no lo hacía. ¿Qué era esa pulsión? ¿Otra adicción?

¿Qué era la libertad? ¿Dónde estaba? Desde Adán y Eva que venía torturando a los seres humanos, poniendo en sus vidas tensiones innecesarias. ¿Para qué?

¿Cuál era el beneficio de poder elegir, si al final los seres humanos siempre elegían mal? Pero; ¿elegían algo? O era todo un cuento? Demasiadas veces tenía la convicción de que no elegía nada. Nada. Y si  no podía elegir no destruirse; ¿para qué servirían las demás eventuales elecciones?

¿Quién había sido el diseñador de toda esta maquinaria infernal llamada vida? A veces, sintiéndose magnánimo, todopoderoso, hasta sabio. Para otras veces sentirse miserable, impulsivo, limitado, carente de toda libertad.

¿Cual era el misterio de la libertad humana? ¿Qué cosas eran las que podía cambiar y cuáles no? ¿Qué era lo que podía elegir y qué debía aceptar? ¿Y entre esos extremos? ¿Para qué estaban las tentaciones; para perjudicarnos? ¿Para mostrarnos nuestras enormes limitaciones, nuestra esclavitud estructural?  Sino podía elegir cuidar a lo que era más importante en su vida; ¿qué podía elegir? Desacelerar era tan simple y sin embargo no podía. Aunque la mayoría  no tuviera la sinceridad de reconocer la naturaleza humana y sus contradicciones, la vida del hombre estaba signada por esos umbrales en donde no querer y no poder se fundían en una misma palabra. Dos cosas tan distintas terminaban siendo la misma. Y aquél que la negara, no era honesto con su propia vida.

¿Quién no conocía ese lugar en donde no poder y no querer eran sinónimos? ¿El único aprendizaje real sería quedar cuadripléjico? ¿No había otra forma menos costosa de aprender? Un gran susto ya estaba comprobado que no servía de nada. Era como un infarto. Dos años después -y muchas veces antes-, todos estaban de vuelta a las andadas. ¿Qué  era la vida entonces? ¿Un ir a la deriva de vientos que soplaba otro, con un timón que sólo funcionaba durante escasos momentos?

El ser humano. Siempre a punto de perderse. Tan tan frágil, tan limitado, y tan maravilloso. La vida, ese misterio más posible de ser vivido que comprendido.

Artículo de Juan Tonelli: La vida no es un fenómeno a comprender si no a experimentar.

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