-«No te amo más.» Isabella se sorprendió a sí misma escuchando la contundente frase que acababa de pronunciar. Luis, su marido de 15 años hasta ese preciso momento, se quedó helado. ¿Se habría vuelto loca? Eran una pareja genial con todos los ingredientes. Pese a las dos décadas juntos, no habían perdido ni siquiera la complicidad. A punto tal, que el mozo de un bar que frecuentaban desde  hacía un par de años, había descontado que eran amantes. No podían tener semejante onda y estar casados.

Después del exabrupto, Isabella se sintió vacía pero en paz. Se acababa de sacar un enorme peso de encima que ni siquiera estaba enterada de estar cargando. Un par de días después y pese a que Luis no estuviera de acuerdo con esta decisión unilateral, ya estaban organizando los términos de la separación.

¿Como era posible? Él no había percibido ni una sola luz amarilla de alerta. Y de repente, fin. La vida, y esa costumbre de cambiar dramáticamente el curso de los hechos. «No existe instante que no esté cargado como un arma», decía su poema favorito, Doomsday. Claro, una cosa era leerlo y otra muy distinta era vivirlo.

En las semanas siguientes, Isabella seguía anonadada de su proceso interno. No tenía la menor idea de lo que venía pasando en su interior. No le gustaba ningún otro hombre, su marido o su ex marido no era cocainómano, ni ludópata, ni golpeador, ni fracasado. Ni nada. Pero el tema no iba más. Y al contrario de otras mujeres que pese a que la realidad las desmintiera brutalmente, fantaseaban con ser la familia Ingalls , ella no tenía ningún interés en serlo.

Quería vivir la vida. Nada de vegetar ni transcurrir. Vivir, bien vivido. ¿Sería una superficialidad? ¿Una inmadurez? Probablemente, pero necesitaba averiguarlo, y no leerlo en los tratados de Aristóteles.

A su mente volvía recurrentemente la imagen de Tito. Él era un conocido bastante más grande que ella, que un día, después de 15 años de matrimonio, le había dicho a su mujer que se iba a comprar cigarrillos. Y no había vuelto nunca más. Aquella historia le helaba su corazón. Primero, por la fragilidad de la vida. Pero también, por la falta de coraje de ese hombre y la incomunicación de esa pareja. Siempre se preguntaba cómo habría sido que se fuera sin avisar. ¿Acaso aquella esposa sería un monstruo con la que no se podía dialogar, forzando a su marido a irse de la única forma posible? ¿Cómo su esposa no pudo percibir nada ni abrir un espacio mínimo de diálogo que, si bien no evitara la separación, al menos encauzara el proceso de forma menos dramática?

Ahora Isabella se sentía en una situación parecida a la de Tito. Nunca se le había pasado por la cabeza irse sin avisar, y menos aún compartiendo una hermosa hijita de 4 años. Pero por primera vez comprendió que las cosas podían cambiar de un minuto a otro. Ella, hasta hacía unos días amaba a Luis, y ahora claramente había dejado de amarlo.

Indagando en esa idea, se dio cuenta que en realidad, hacía rato que no lo amaba más. Sólo que no se había enterado antes.

La proverbial capacidad de negación de los seres humanos funcionando a toda máquina. Y claro, algo de ese atributo era necesario para vivir. Nadie resiste todas las verdades todo el tiempo.

¿Pero qué habría pasado en el medio? ¿Cuándo se había empezado a separar internamente de su marido, sin siquiera registrarlo? No obtuvo muchas respuestas, pero sí pequeñas pistas. De las más superficiales a las más profundas.

Entre las primeras, estaba el simple hecho de tener que llevarle el desayuno a la cama todos los días. Pese a haberlo hecho amorosamente durante veinte años, no era algo que a ella le gustara. O al menos, también le hubiera encantado que muchos días él se lo trajera. Otro ejemplo en la misma línea era que ella tenía que ser la responsable de la casa, incluyendo la comida. Si la heladera estaba vacía o la comida no era rica, Isabella sentía culpa por no cumplir con su obligación. ¿Y en qué momento habían acordado eso? La verdad, ella detestaba ocuparse de esos menesteres.

En lo profundo, el mejor ejemplo había sido la enfermedad cardíaca de Luis. Él había tenido una patología muy severa con varias cirugías complejas, y ella había movido cielo y tierra como si fuera la que se estuviera por morir. Transplantes, donantes, dadores de sangre, colectas y todo tipo de revoluciones habían sido lideradas y administradas por Isabella. Ellos dos eran uno y si a su media naranja le iba a pasar algo, le pasaba también a ella. La Biblia decía que los novios dejaban a sus padres para unirse en matrimonio y convertirse en una sola carne y eso era lo que ellos eran. Isabella había abandonado su trabajo, sus amistades, su misma vida, porque la salud de ella -en realidad la de Luis-, estaban en juego. ¿Eran lo mismo?

Ahora, con la perspectiva de la separación, todo aquello resultaba cuanto menos extraño.  No estaba arrepentida de nada. Y menos que menos, de acompañar incondicionalmente a su marido en la enfermedad. Sin embargo, había algo que sentía y que no podía expresar con claridad.

Cuatro años después de la separación, Isabella empezó a convivir con otro hombre. Como todo ser vivo, tampoco era perfecto. Si Pedro -actual pareja- preguntaba «-¿qué hay para comer?», ella, sin que se le moviera un pelo le decía: «-Nada; ¿querés ir a buscar algo al super o preferís que pidamos algún delivery?» No se hacía cargo de lo que no tenía que hacerse cargo, al menos sola. Se sorprendía a sí misma con esas nuevas actitudes.

Reflexionó profundamente sobre su entrega desmedida. Tantos años dando todo de sí, hasta lo que no tenía, y con demasiada frecuencia lo que no tenía. Pensó por qué lo hacía. El primer reflejo fue contestarse orgullosa de que ella era una persona muy buena. Sin embargo, la respuesta no la satisfizo. Percibió que en realidad, le gustaba esa palmadita en el alma por ser reconocida como la mujer maravilla. Ella siempre podía. Ella era impresionante. ¿Lo era?

La verdad es que la crisis de la mitad de la vida se la había llevado puesta, incluyendo su cinturón de kriptonita. Mujer maravilla había fallado. Sintió alivio. No más personaje que sostener. La botas y capa de mujer maravilla le pesaban, y el traje era bastante incómodo. Y ni que hablar del personaje. Asumió que era mucho mejor ser ella misma, tal cual era. Aún cuando se quedara sin la recompensa del reconocimiento, era mejor ser ella. Más fácil, más veraz, más honesto, más sustentable.

Indagando hasta el abismo, registró que en muchas oportunidades, había sido tan buena, por la simple razón que no había margen de ser mala. O imperfecta. O con límites.

Como la publicidad de Claro, ella debía ser «ilimitada». E incondicional, por supuesto. Pero la verdad es que demasiadas veces hubiera querido hacer otra cosa. Simplemente decir no.

Empezó a entender un poco más su separación. Dos décadas utilizando tan poco esa palabra de dos letras, habían terminado en un ajuste brutal. Como a lo largo del camino no había sido posible hacer pequeñas correcciones, un día se hizo una que reestableciera todo el equilibrio. Claro que esa acción había sido terrible. ¡Cuánto mejor hubiera sido poder ir realizando pequeños ajustes!

La última revelación vino un par de años después. Tomando un café con un amigo, ella le explicaba que estaba muy bien con su pareja, que como siempre, lo ayudaba muchísimo en un montón de temas. Que lo acompañaba en sus problemas, en sus desafíos, en sus alegrías y en sus tristezas. O en sus enfermedades, aunque todavía no las hubiera tenido.

«-Sin embargo Juan, acabo de descubrir algo muy importante. Cuando aquél ex presidente echó a su esposa de la quinta presidencial y le dijo a sus amigos que ella se había confundido creyendo que el poder era un bien ganancial, lo odié. Era la síntesis del desamor y de la búsqueda del poder. Sin embargo, creo que fue una gran verdad. El poder no es un bien ganancial, como tampoco lo es la salud. Ni la enfermedad, ni el nacer, ni mucho menos la muerte. Todo lo hacemos solos. Bien solos. Uno puede estar acompañado, tener empatía, conexión profunda del alma. Pero ¿sabés qué? Yo no soy el otro»

Ante los ojos absortos de Juan, pidió otro café y prosiguió: «-Y esto no es un acto de egoísmo. Es una obviedad que acabo de descubrir a mis 46 años. Es percibir mis límites, mis posibilidades, hasta mis anhelos».

«Uno no es un irresponsable y nunca lo va a ser. Podrá fallar algunas veces, porque somos humanos, imperfectos, y a veces hasta miserables. Pero somos confiables. No para suplir las necesidades y carencias egoístas del otro, sino para dar lo que podemos dar con amor».

«Al alcanzar los orgasmos del primer tiempo de enamoramiento, uno puede pensar que es uno con el otro. Pero después el tiempo nos va mostrando con claridad que no somos uno. Y sin embargo, yo me pasé veinte años sufriendo los temas de mi pareja como si fueran los míos. Hoy creo que eso no era amor. Era ignorancia, confusión. Sólo me puedo encontrar con el otro estando bien parada en mis pies, sabiendo bien quien soy. Eso es encuentro. Lo otro es un gran malentendido que siempre termina mal porque es mentira que dos sean uno. Dos son dos. Pueden encontrarse, entregarse, expandir sus límites, compartir alegrías y tristezas y la vida, pero son dos. Con sus características, con sus cuerpos, con sus propios miedos, sus anhelos, sus fobias, sus oscuridades y sus luminosidades y sus límites. Pero yo no soy el otro.»

Juan, sin ser un terapeuta ni mucho menos pretender agregar algo a semejante verdad, le dijo: «-¿Le parece que dejemos acá?»

Artículo de Juan Tonelli: Malentendido.

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