«Dejale un poco más el pie a la pelota; así ella entiende mejor lo que querés que haga». El consejo había sido dado por Diego Maradona a Lionel Messi. Nada menos. Como si Messi necesitara consejos. Y sin embargo, no podía ser más profundo.

Stuart estaba parado frente a su profesor de tenis, quien con otras palabras, le enseñaba exactamente lo mismo. El entrenador había colocado cuatro pelotas en línea recta en el piso, separadas una de otra por veinte centímetros. «-Cada vez que golpees la pelota, debieras imaginar que tenés que pegarle a las cuatro. Tratar que la raqueta esté en contacto con la pelota el mayor tiempo posible. Cuanto más contacto, mayor control y dirección tendrás».

La pregunta que quedaba picando, era obvia: ¿Por qué uno le sacaría el pie a la pelota de fútbol? ¿O por qué no dejaría que la raqueta tuviera más tiempo de contacto con la pelota de tenis?

La respuesta también era obvia. El miedo. Siempre el miedo. Stuart suspiró fastidiado por toparse nuevamente con ese límite. ¿Acaso estaría en todos lados de su vida? ¿No habría alguna forma de erradicarlo, para que no le impidiera su natural crecimiento y desarrollo? ¿O sería que crecer y desarrollarse era justamente atravesar miedos?

Asumió que la premisa de que el estado natural fuera una vida sin miedos, no era realista. El miedo siempre estaría allí, agazapado. Pero ¿qué sería lo que temía antes de patear una pelota o pegar un raquetazo? Tantas cosas. La imperfección. El error. La exigencia. Y si eso le pasaba a un superdotado como Messi; ¿qué podría esperar él?

Hurgando en su corazón, se preguntó por qué existía la dificultad de dejar el pie o la raqueta a la pelota. ¿Por qué la prisa? Vino a su mente el genial director Daniel Baremoboin, quien en una clase magistral de piano, había dicho:

-«Nunca he entendido porque cuando es difícil y no controlamos, en vez de tomarnos tiempo, todos tendemos a correr…»

Todos los caminos conducían a Roma. Miedo, miedo, miedo. ¿Y cuál sería la razón por la que el miedo nos llevaría a correr, a apurarnos, a sacarle el pie o la raqueta a la pelota antes de tiempo? ¿Qué nos llevaría a realizar movimientos espasmódicos, poco relajados, blandos o amigables? Las preguntas inducían sus propias respuestas. ¿Qué margen habría para estar relajado, flexible o amigable si uno sentía miedo? ¿No era inevitable que con esa emoción uno estuviera tenso, rígido, hostil?

Comprender el mecanismo del miedo parecía un camino infinito, propio de las neurociencias. O del simple misterio de la vida. A Stuart le quedaba una alternativa bien difícil pero más abarcable. Entender que ese miedo no era racional y que aunque lo fuera, debía intentar maximizar el tiempo y la calidad del contacto con la pelota. Se rió al pensar que con los seres humanos pasaba lo mismo. Que el miedo nos aceleraba para sacarnos lo más rápido posible de una situación no controlada o potencialmente riesgosa. Y ese riesgo podía ser algo tan simple como quedar expuestos y dejar en evidencia nuestros defectos o vulnerabilidades. Apurarnos, reducía las chances del contacto y que nos pudieran percibir. No fuera cosa que nos vieran tal cual éramos, desnudos. Pero al final, ese mecanismo instintivo que en otros contextos podía salvarnos la vida, en estos casos simplemente nos llevaba a jugar mal, o relacionarnos peor, aislándonos.

Imaginó patear la pelota o pegar un raquetazo con soltura, con libertad. Como si se hubiera tomado dos copas de vino. Relajado, sin prisa, sin miedo al contacto, sin ninguna otra cosa que hacer más que hacer eso que estaba haciendo. Pleno, intenso, conectado. Fuera una pelota o una persona. Aunque pareciera una comparación excesiva, no lo era. El miedo siempre era el muro que nos separaba del resto del universo. Del contacto con pelotas o con los seres humanos. Era un muro a atravesar.

Stuart volvió a suspirar, aunque esta vez de esperanza. La de saber que esos muros, por más altos y sólidos que pudieran parecer, eran sólo sombras. Esos muros, eran en realidad, él mismo.  Y si decidía atravesarlos, no le pasaría nada malo. Más bien todo lo contrario.

Artículo de Juan Tonelli: Dejale el pie a la pelota.

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