«-Tenés que perdonar a tu novia.» La frase del cura sanador lo desconcertó. ¿Qué es lo que tenía que perdonar? Había ido a esa Iglesia con la esperanza que aquél sacerdote le arreglara su pareja. Y su vida. Se iba con las manos vacías y un consejo que no llegaba a entender.

Antonio tenía varios años de novio con una mujer a la que quería muchísimo. Sin embargo, la relación estaba empantanada. Cuando estaban juntos, se peleaban. Al separarse, se extrañaban. Un clásico de las parejas, que no por ser habitual, era menos esquizofrénico.

¿Qué estaría fallando? El sacerdote no se lo reveló. Pese a tener tantos dones de conocimiento y de sanación, lo único que hizo fue repetir que debía perdonar a su novia, como si fuera un mantra. Y aunque no le hubiera arreglado la vida como pretendía, Antonio se había retirado en paz. Algo pasaba con ese cura, dado que una energía extraña había circulado durante toda la conversación.

Algunos días después y mientras estaba en su cama por dormise, seguía dándole vueltas al supuesto tema del perdón. De repente, vino a su mente un episodio ocurrido varios años atrás. Su novia se había anotado en un proyecto que la obligaría a vivir seis meses en otro continente. Cuando se lo contó a Antonio, él se enojó mucho por la sencilla razón que no había sido participado. Una decisión importante, tomada en forma unilateral. Al registrar la crisis que había desencadenado, su novia ofreció inmediatamente bajarse del proyecto. Sin embargo el problema ya había quedado expuesto por lo que Antonio desestimó la idea. Si bien estar separados era dificultoso, no era tan grave como que ella decidiera por sí misma un tema que debía ser de a dos. Si es que eran una pareja.

La cosas siguieron su curso, y ella se fue a vivir a Europa un semestre. Se vieron un par de veces durante aquél tiempo, y aunque la pasión y el amor eran grandes, todo era difícil. Pasaron los seis meses y el proyecto laboral y la vida a 12.000 km de distancia se terminaron, pero el regreso no trajo la paz. Se adoraban, pero algo no funcionaba.

En los años sucesivos las cosas mejoraron, pero no se terminaban de encaminar. No estaba clara la razón, pero sí la falta de progresos. La relación era sólida aunque las fricciones permanentes eran síntoma de que algo no estaba funcionando.

En la oscuridad de su cuarto se le abrió una puerta misteriosa. Lo que Antonio debía perdonar era aquella decisión de su novia.

Pese a haber pasado mucho tiempo y que ambos sintieran que el tema era historia, no lo era. Estaba ahí. Más vivo que nunca, y haciendo un daño enorme. No había quedado atrás. Había quedado sepultado, vivo, sangrando. La herida no había sanado nada, como si hubiera ocurrido ayer.

Antonio sintió como si entrara a una catacumba, en donde todo era oscuridad, humedad, y putrefacción. Como cuando se abre un vendaje que tapaba una herida profunda. Determinado a transitar aquellos pasadizos secretos de su alma hasta encontrar la luz, se dio cuenta que estaba furioso por lo que su novia había hecho. Pudo percibir con nitidez el fondo de su ser y su actitud atroz: «-Muy bien, me demostraste que no te importo nada, así que voy a buscar el mejor momento, el más oportuno, para vengarme. Tengo toda la vida para hacerlo. Seré como un fundamentalista islámico, o un infiltrado. Sostendré esta pareja como si fuera normal, como si nada hubiera pasado, hasta el momento perfecto. Y ahí, te descerrajaré un balazo entre ceja y ceja.»

De sólo percibir esa oleada de ira reprimida que sólo se liberaría con la venganza, sintió miedo. Era como encontrase al mismísimo diablo. Y él era el diablo.

Agitado, prendió la luz para no caerse en ese agujero negro que tenía enfrente. Ese sentimiento poderoso y que él nunca había percibido hasta ese momento.  Que inconscientemente había alimentado y cuidado tantos años como si fuera un tesoro.

Una vez que los vapores emocionales de aquél volcán habían empezado a drenar, surgió la pregunta creadora: ¿cómo sería posible que la relación progresara si en el fondo de su corazón, él sólo buscaba el momento oportuno para vengarse?

¿Cómo había podido estar tanto tiempo con semejante cáncer en su corazón? Y si no lo podía procesar; ¿por qué no había cortado por lo sano, buscando otra relación en vez de perder el tiempo invirtiendo en algo que él mismo destruiría? Claro, como si el alma humana conociera de esos razonamientos.

Con la verdad expuesta, no había margen para hacerse el boludo. El misterioso sacerdote lo había ayudado poniendo en la superficie a aquél modesto pasadizo secreto que conducía a la bomba atómica. ¿Y ahora? Habría que elegir si perdonar o si tomar otro camino. ¿Pero podría perdonar? ¿Y querría hacerlo?

Perdonar parecía ser un acto de humildad. De renunciamiento a un enorme placer, aunque el mismo fuera autodestructivo. Como un kamikaze. Mataba al enemigo con su propia inmolación. Él no quería eso para su vida.

¿Podría perdonar? El sacerdote, en sus pocas pero milimétricas palabras, había completado su obra de arte.

«- Perdonar no es un sentimiento, mi hijito. Es un acto de la voluntad. Tendrás que decir hacerlo. O decidir no hacerlo. Después de tu decisión, vendrá la gracia de Dios. Pero nada pasará si vos no decidís perdonar. Nadie lo puede hacer por vos. Y Dios que te creó sin tí, no te salvará sin ti.»

Antonio que se preguntaba si Dios existiría, hubiera estado encantado con que el perdón le fuera regalado sin requerir su esfuerzo. Pero se dio cuenta que nuevamente estaba a solas consigo mismo. Sintió que no podía evadirse. Estaba confrontado con su corazón y debía elegir entre perdonar o si seguir alimentando su rencor.

Eligió perdonar, intuyendo que era la única opción en donde había vida. Lo otro, era invertir en la muerte.

Después de aquella noche, en dos meses hicieron lo que no habían podido realizar durante años: irse a vivir juntos y llevarse bien, profundamente.

Artículo de Juan Tonelli: El perdón como fuente de sanación.

[poll id=»18″]