La vida de Martina se había convertido en un infierno. ¿En qué momento habría ingresado sin siquiera enterarse? La pregunta era pertinente porque no tenía la más pálida idea de cuándo habría sucedido. Mucho menos, asumir que lo había elegido. Como en la mayoría de las personas, pequeñas e infinitas concesiones y flexibilizaciones habían ido torciendo su rumbo vital en una dirección que nunca hubiera querido elegir. De hecho, si hubiera podido registrar que un montón de micro decisiones la iban a llevar a este puerto, se habría plantado todas las veces que hubiera sido necesario. Pero la vida nunca otorgaba esas prerrogativas.

Por lo general, el acceso a una vida infernal ocurría con infinitas sutilezas, ignoradas. ¿Serían tan insignificantes? O más bien, ¿sería la proverbial capacidad de negación de las personas?

Tenía veinticinco años de casada con un señor empresario, aunque hacía siete años que el matrimonio estaba muerto. Y no era porque no tuvieran sexo hacía años; estaba muerto. Pese a sus jóvenes 45 años,  demasiada agua había corrido debajo del puente y la pareja no era un paciente en terapia intensiva. Era un cadáver frío y hediondo desde hacía mucho, al cuál nunca se le terminaba de dar la cristiana sepultura.

Lo que había funcionado muchos años, no andaba más. Martina pensó en sus cuatro hijos maravillosos y se sorprendió a sí misma preguntándose cómo era posible que hubiera decidido tenerlos con un hombre así. Inmediatamente y por enésima vez, vino a su mente las cuatro veces que había abortado. Su marido, al que solo le preocupaba penetrarla y acabar, se había desentendido de todos sus embarazos. Los que ella quiso afrontar, nacieron. Los que no, fueron abortados.

Ella tuvo que tomar las decisiones más difíciles de su vida en total soledad. Como si decidir un aborto fuera un tema superficial como realizarse una limpieza de cutis.

Esas situaciones, aunque probablemente las más extremas de su vida, no eran las únicas. Él se dedicaba a trabajar y a trabajar. Muy talentoso, emprendedor, y estafador. Todo junto. Por el último atributo, se veía obligado a convivir con abogados, ya que desayunaba con el diario y varias cartas documento. Martina sobrellevaba esta situación criando a sus hijos y ejerciendo su profesión de economista, que le permitía autoabastecerse.

Las pequeñas violencias eran cotidianas. Sin darse cuenta, Martina iba aceptando como naturales un montón de hechos que no lo eran. Claro, el departamento lujoso, la casa en el country, los autos, los viajes, emborrachaban a cualquiera. Y así fueron pasando los años, los abortos, los hijos, hasta que un día el dique se rompió por el lado afectivo.

Martina se enamoró de un hombre, quien no le prestó demasiada atención porque estaba en otra. Como su orgullo no le permitía aceptar esa situación, rápidamente enfocó para otro lado y meses después se enamoró de un político influyente, que también estaba casado.

El romance era un disparate y era claro que no tenía ningún otro destino que aflojar un poco  la comprimida vida de ambos.

Sin embargo, como para los dos era la primera vez que salían del corralito matrimonial y no tenían los músculos emocionales muy entrenados, creyeron que podía ser un amor posible. No lo fue. Hubo un poco de romanticismo al principio, pero luego rápidamente la pasión devino en griteríos, peleas y hechos totalmente destemplados.

Los meses seguían pasando y Martina fue rotando de romances que durante un tiempito la hacían creer que la vida podía ser apasionante. El sueño terminó cuando su marido le mostró los documentos que le había traído el detective. Grabaciones de celular, fotos, y todas esas pruebas que hielan la sangre. Increíblemente el marido decidió seguir adelante. ¿Por amor?

Nada más lejano a la realidad. Probablemente, no querría divorciarse porque sería muy caro. O tal vez, porque no querría ver menos a sus hijos. Aunque eso era presuponer que él todavía tenía algo de corazón, cosa que no parecía. Martina, entre aturdida y atónita, siguió adelante, reduciendo sus aventurillas, aunque tampoco eliminándolas del todo ya que a esta altura, no podía.

Muchas, demasiadas veces llegó a convencerse que la vida sería así.

Que tenía que dar gracias que tenía 4 hijos sanos y buenos. Un nuevo amor prohibido la movilizó a fondo. Más años de idas y vueltas con ese novio. Infinitas margaritas deshojadas, para terminar de confirmar que, quien en realidad no la quería nada, era su marido. Sin embargo, él seguía en la casa familiar, como si nada.

El clima de la familia era infernal. Dos padres separados que compartían cuarto y cama, aunque no se tocaran. Cenas y vida con hijos que eran testigos privilegiados y víctimas del desamor y de la violencia. Y el padre de familia que aducía que no se podía ir porque sus negocios estaban muy mal, aunque fuera inverosímil. Pasaron otros años de simulaciones de negociación en los que se comprometía a irse pero nunca terminaba de concretarlo. Mientras tanto, aprovechaba para despatrimonializarse, y no tener casi ningún bien ganancial en el eventual juicio de divorcio.

La casa era un infierno. Los dos hijos más grandes ya estaban en la universidad y entendían todo. Los más chicos, pese a ser varones en colegio primario, también. La única que parecía no entender era Martina, que seguía negociando con un ser atroz, que no cumplía ni uno de sus acuerdos. Claro, era difícil asumir que ella había tenido semejante capacidad de negación. ¿Su marido había cambiado? ¿Ella había cambiado?

Dolorosamente tuvo que asumir que en realidad su marido había sido siempre el mismo.

Las razones por las que una persona se enamora, terminan siendo las mismas que por las que se divorcia.

Aquella fuerza, tenacidad y audacia que él tenía, le había brindado seguridad. Ahora en cambio, opresión mafiosa.

Se preguntó por qué le costaba tanto ver la realidad. ¿Acaso la verdad sería algo relativo? Tal vez hubiera algunas, pero éste no era el caso. Era evidente que había estado casada con un monstruo. Una y mil veces se interrogó por qué había tenido una imposibilidad tan grande de ver a su marido tal cual era. ¿Por qué aún ahora le costaba aceptarlo? Su mente le seguía explicando que era el padre de sus hijos, que tal vez era cierto que estaba quebrado, que la vida era difícil.

De repente pudo comprender el asunto con claridad. El tema era el miedo a la verdad. Registrar y -mucho peor aún- aceptar que su marido era un demonio, tenía profundas implicancias. Habría que mandar a pérdida demasiadas cosas. Lo primero, la familia. Más doloroso, la idealización de familia. O la seguridad económica con todas sus derivaciones: estilo de vida, educación de los hijos, la vejez, la enfermedad, entre las primeras que aparecieron en su mente.

Su mente hizo una asociación inmediata para recordar la obra de teatro «no seré feliz pero tengo marido». Ese título cómico, era dolorosamente verdadero y frecuente. ¿Habría que elegir entre esas opciones? ¿Felicidad versus seguridad? ¿Cuáles eran las alternativas?  Un antiguo proverbio decía que los que buscaban la verdad merecían el castigo de encontrarla. ¿Sería un castigo? ¿Y acaso vivir negándola, no lo era?

Pensó en la cantidad de mentira que podía soportar un corazón. Suspirando, tuvo que asumir que la capacidad era enorme. Pero afortunadamente, tenía un límite.

Por lo general, se aguantaba muchísimo hasta que, al igual que un techo que soporta nieve, llegaba un punto en donde un nuevo copo provocaba el derrumbe de todo. Se esperanzó imaginando que después del colapso, habría una nueva oportunidad de empezar a vivir mejor.

¿Necesitaba más hechos? Recordó al pellizco de Fernando Savater. Según este escritor, nuestras almas siempre requerían un latigazo para lanzarse al ruedo de la vida. Sino, solían permanecer en su zona de confort, aunque la misma los matara en vida.

Se preguntó por qué habría tardado tanto. Indulgentemente, registró que sus dilaciones habían tenido que ver con que algunas verdades requerían mucho tiempo para ser visualizadas con claridad. Tal vez, porque estaban referidas a seres que uno había querido mucho y las emociones impedirían ver con nitidez.  O peor aún, porque ciertas verdades estaban referidas a uno mismo, y eso nos resultaba casi intolerable.

También, porque el reconocimiento y aceptación de ciertas realidades conllevaría profundos cambios en la vida. Sonaba lógico entonces que, con tal de evitar o posponer la pérdida de ciertas seguridades, las personas tardaran mucho en aceptar lo obvio.

Salidos de la esclavitud en Egipto, los israelitas habían tenido que atravesar un desierto durante cuarenta años, antes de arribar a la tierra prometida. ¿No era acaso, la historia promedio de cualquier persona? Muchos años en cautiverio, sin cuestionarlo demasiado por las seguridades que proveía. Luego, un proceso de creciente opresión hasta aceptar que así no se podía seguir viviendo. Y después del día decisivo en que uno recuperaba su libertad, un largo, larguísimo camino por delante. Cuarenta años en el desierto, antes de poder llegar al lugar que ansiábamos ir.

Martina supo que estaba próxima a salir de su cárcel. Que sería muy doloroso aunque liberador. Que luego, la esperaría un largo y árido camino. Pero el hecho de sentir que por primera vez en su vida, tenía una hoja de ruta propia y veraz, la inspiró.

Artículo de Juan Tonelli: Miedo a la verdad.

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