Ralph abrió la heladera y se puso a observar detenidamente todo lo que contenía. Su torta favorita. Algunas docenas de empanadas de jamón y queso, con mucho relleno de mozzarella. Locatellis de pavita con lechuga, tomate y mayonesa. Jamón crudo, lomito ahumado, queso brie, gruyere y boconcinos. Todo tipo de gaseosas, cerveza y champagne. Abrió el freezer y observó los varios potes de helado de Freddo: dulce de leche Vauquita, chocolate suizo, crema tramontana, entre varios gustos.

Las enormes cantidades de las más variadas frutas, dentro y fuera de la heladera, le habían pasado completamente desapercibidas. No era que no le gustaran los mangos, las uvas, los duraznos y pelones, los higos frescos, los dátiles secos. Esa noche, que era la de su cumpleaños número 25, se había empachado de cerezas.

Mientras todos los invitados a su festejo disfrutaban de los locatellis, la picada, las empanadas, la torta, el champagne y el helado, Ralph sólo había comido cerezas. Una gran fuente de cristal con hielo picado,  había contenido su única comida de aquella noche. ¿Una excentricidad? El resto de comensales, miraban al homenajeado con admiración. Su belleza, su delgadez y su férrea voluntad despertaban la envidia de todos sus amigos, y más aún de sus mujeres, siempre más sensibles al peso y la belleza.

El temperamento y la voluntad de Ralph eran propias de un espartano. Ni una duda, ni un dejo de debilidad o melancolía por no comer aquellos manjares.  Llevaba casi dos años siendo completamente frugívoro. Había bajado de peso desde sus 73 kg habituales, a los 56 kg de ahora, que para su metro ochenta de altura lo tornaban anoréxico. Pero no era su caso. Él comía unos 4 kilos de fruta por día y estaba muy lejos de pasar hambre. Había estudiado mucho sobre nutrición, llegando a la conclusión que los alimentos para los cuales estaban preparados la anatomía y la fisiología del hombre eran sólo las frutas. Cuanto más profundizaba sus conocimientos, más convencido estaba. Mejor cerraba todo. Y cuanto más persuadido estaba, más se interesaba por seguir reforzando sus principios.

Más allá del peso demasiado bajo, varios y positivos cambios en su cuerpo le certificaban que estaba en lo cierto. El pelo había parado de caérsele, no tenía más caries, la piel era transparente y sin ceborrea ni acné,  iba al baño con gran facilidad, y dormía como los dioses. Sus perfiles de sangre y orina parecían los de una máquina perfecta.

Sólo empezaba a asomar un pequeño problema: la obsesión.

En menos de un año y sin proponérselo, su vida había girado drásticamente.  Procurarse y alimentarse en forma perfecta había devenido en su central y casi única ocupación. Muchos años después la ciencia le pondría nombre a aquella enfermedad: ortorexia. Rápidamente había recorrido un camino que a muchos les tomaba años, o quizá no lo alcanzaban en toda una vida. Habiendo comprendido que las frutas era lo mejor que podía comer, había decidido alimentarse exclusivamente de ellas.  De poco importaban sus hábitos, su pasión por la Coca Cola, el dulce de leche, el choripán o la pizza. Todo eso era accesorio. Lo importante era comer sano, sentirse bien, y darle las condiciones a su cuerpo para estar perfecto. Como encima las frutas eran ricas, no había mayores problemas en eliminar todo el resto de cosas de un plumazo. Claro, durante un tiempo.

Con el correr de los meses empezaron a aparecer algunas preguntas que luego se convertirían en pequeñas fisuras. ¿Nunca más volvería a comer un choripán? ¿Tampoco un par de pedazos de pizza, un matambrito, o  un trozo de chocolate blanco? ¿Nunca más en toda su vida?

Cuando empezaban a arreciar esas interpelaciones, Ralph cambiaba rápidamente de dial. No era cuestión de quedarse enredado en cuestionamientos auto destructivos. Mejor, seguir adelante. Con el  tiempo, consiguió doblegar su mente y su corazón. Ya no deseaba asados, helados, pizzas ni chocolates. Los beneficios de su salud eran tantos y su voluntad tan fuerte, que nada lo desestabilizaba. Sólo quedaba un pequeñísimo foco rebelde de inestabilidad con el dulce de leche. A ese alimento o más precisamente a esa porquería, no había podido someterlo del todo.

El sólo pensar que no lo iría a comer nunca más en su vida, le parecía como una pérdida irreparable, y para peor, sin sentido. Como un amor prohibido al que uno nunca termina de resignarse a que no podrá volver a disfrutar.

Como la vida siempre desborda, no quedaría atrapada en las férreas ideas de Ralph. Durante un tiempo pareció ceder a sus caprichos y voluntad, pero finalmente la contraofensiva existencial comenzó a desestabilizar y arrasar al joven frugívoro.

Cuando los objetivos que se plantean los hombres –sean dogmas religiosos, morales, nutricionales o sexuales- no contemplan la naturaleza imperfecta de su propia humanidad, siempre terminan mal. Sea alguien muy religioso evitando tentaciones sexuales o económicas,  o un simple obeso tratando de hacer una dieta muy estricta, el mecanismo adaptativo es siempre el mismo: el doble estándar o la doble contabilidad.

Por un lado, está la aparentemente mayoritaria vida correcta, cumpliendo las metas. El gordo que sólo come las 1200 calorías diarias, el padre de familia que va a la Iglesia y comulga todos los días. Pero como la realidad siempre es más vasta que esas fotografías, se empiezan a abrir espacios paralelos que contienen todo lo que pasa en la vida pero no es permitido o aceptable por esas firmes creencias de cómo deber ser la vida.

El gordo que después de un día perfecto de esfuerzos y moderaciones, a la medianoche se quiebra y arrasa con la heladera, las despensas y los armarios. El padre ejemplar, que después de ir a Misa con su hermosa familia, se escapa a las piernas de una amante o un travesti, o soborna a funcionarios para obtener contratos millonarios.

Ahí está el doble estándar para integrar de una forma errónea, lo que la mente no permite. Y ahí estaba Ralph, frente a la heladera.

Después de un rato de debatirse entre el bien y el mal, entre si pecar o no, accedió a probar con una cucharita de café, qué tan rica estaría la torta. Al igual que grandes dictadores, nadie debuta asesinando miles o millones de personas. Es un largo camino de pequeños y crecientes excesos lo que va llevando a la construcción de personalidades monstruosas. Senderos que en algún momento se empezaron a bifurcar casi impercetiblemente, pero con el correr del tiempo fueron ratificando y reforzando rumbos errados, antes de devenir en atroces. Así Ralph, sólo quería probar la torta.

En pocos minutos, se había terminado la torta, la docena de empanadas que ya estaban frías, los locatellis, la picada, los dos kg de helado. Después de la sexta o séptima cucharadita de torta, ya todo le daba lo mismo. Estaba sacado, en trance, y obviamente era incapaz de saborear nada de lo que estaba tragando.

No había terminado con su ataque furibundo a la heladera cuando una nueva generación de preguntas irrumpió en su corazón. ¿Por qué no había comido y festejado con sus amigos? Al final, había terminado comiendo mucho más, sin disfrutar nada, y parado en soledad frente a la heladera. ¿Cuál era el sentido de tanta fuerza de voluntad, si terminaba de la peor manera? ¿Su régimen para estar sano y radiante, no lo estaría llevando a un lugar sin salida, de mayor enfermedad? ¿No estaba mucho peor ahora, que lo que estaba antes de haber empezado con tanta dieta saludable?  No hacía falta responder ninguna de esas preguntas para hundirse aún más en el abismo en el que se encontraba.

En un rapto de locura aún mayor, se subió al auto para buscar restaurantes en donde poder comer tantas cosas ricas pendientes. Pero eran las 3 am y sólo consiguió una pizzería que si bien no era su favorita, resultaba aceptable. En ese estado emocional y en su apuro por bajarse, chocó su auto contra otro estacionado. Luego y de parado, tragó sin placer alguno varias porciones de fugazzetta rellena y muzzarella.

De regreso en su casa, se fue directo al cuarto, pretendiendo dormir hasta que su cuerpo se recuperara por completo. Anhelando despertarse bien, cómo si nada hubiera pasado. Acostado, reflexionó que tal vez necesitaría dos días para digerir semejantes cantidades de comida. Obviamente era improbable que durmiera tanto.  Sintió su abdomen rígido como si tuviera un adoquín en el estómago.

La vida, implacable en enseñarnos las consecuencias de nuestros actos, no sólo le dejó en claro que no dormiría las 48 horas que su cuerpo necesitaba para recuperarse, sino que le negaría hasta una mísera hora de sueño. Nada. Ni media.

En su desesperación, se dirigió al baño e intentó vomitar las monumentales cantidades que había tragado en aquellos pocos minutos.

De rodillas frente al inodoro mientras se metía los dedos en la garganta, se sentía como un testigo atónito de su propia vida. ¿Sería posible que hubiera caído tan bajo? ¿Cuándo se había convertido en bulímico? ¿Cómo había venido a parar a este lugar infernal, si su vida era normal y buena?

Sus fallidos intentos por vomitar le provocaron derrames en los capilares de los párpados, lo cual tornaba su imagen aún más dramática. En sus desesperados intentos por arreglar  la situación, decidió irse a correr. Así podría acelerar un poco el metabolismo, apurar el proceso digestivo, y quemar algunas de las 10.000 calorías que acaba de ingerir. Se puso un short, unas zapatillas y una remera, y siendo las 6 de la mañana, salió por las calles de la ciudad intentando revertir la historia.

Apenas dos cuadras después de la salida tuvo que regresar, porque le era imposible moverse. Ya en su casa y completamente vencido, volvió a tirarse en la cama. En la medida que su pobre cuerpo iba recuperando algún equilibrio, pudo hilvanar algunas reflexiones.

Su ambicioso plan de volverse tan sano había producido resultados contraproducentes. Cuando empezó no sería perfecto, pero estaba sano. Dos años después de tanta determinación, tenía un aparato digestivo diezmado por sus excesos, y una adicción de la cual no sabía como salir. Como decía el milenario Tao Te King, “demasiados esfuerzos pueden producir resultados inesperados…”

Su descontrol frente a la heladera, era indisoluble de tanto control y represión permanentes. A más restricciones, más inevitable sería la necesidad de compensar. Otra ley de la naturaleza que había omitido: “a grandes alturas, grandes abismos…”

Intentando recordar qué pasaba por su mente y su corazón cuando estaba frente a la heladera, pudo definir dos etapas. La primera, en la que todavía estaba bajo control, y en la que sólo pretendía mirar qué cosas ricas había, y probar algo. Un pequeño pecado venial. La segunda, cuando ya no controlaba nada, y sólo quería comer todo para compensar lo que normalmente no podía. Si él había generado una realidad binaria, de blancos y negros, en la fase oscura había que aprovecharla.

Le llevaría años comprender que donde no había lugar para pequeños y medianos pecados, inevitables en la naturaleza humana, ocurrirían enormes pecados.

Y en donde el tamaño de los errores sería inversamente proporcional al esfuerzo humano de evitarlos. Como si los hombres se convencieran que sus vidas pudieran ser dirigidas. Bastaría con que se tomen en serio el tema de que cada uno la puede regir con determinación, orden y disciplina, para que la existencia se burlara y destrozara los castillos de naipes que tan trabajosamente se edificaban.

Ralph tendría que caer mucho más antes de poder empezar a curarse. Sólo cuando tocó fondo –y eso fue más abajo, mucho más abajo de lo que nunca hubiera imaginado-, pudo comenzar el largo camino de recuperación. El punto de inflexión para empezar ese recorrido, fue asumir que él no tenía más fuerzas. Y que no podía conducir su vida por la simple razón que la vida no era algo a ser conducido.

Artículo de Juan Tonelli: ¿Creías que ibas a conducir tu vida?

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