En aquella familia no se podía hablar. ¿No se podía o Bernardo no podía? Tenía poca utilidad analizar si lo primero era el huevo o la gallina, dado que la procesión venía por dentro. Como toda historia, venía de lejos. Un padre que nunca estaba, dejando todo el hábitat del hogar librado a las características de la madre. Ella, era alguien muerta de miedo.

El sinnúmero de temores que esta mujer padecía podían sintetizarse en tres: a) a cualquier peligro de la vida (en donde todo era riesgoso); b) a exponerse o desencantar a los demás; y c) a equivocarse. En un contexto así, el diálogo resultaba inviable.

¿Cómo sería posible dialogar si existía pánico a exponerse o desencantar al otro? ¿O  tanto miedo a cometer un error?

Paradójicamente, la forma adaptativa de tapar esta dolorosa situación había sido justamente hablar mucho. Como si al llenar el aire de palabras no quedara margen para transmitir nada. En medio del ruido y parloteo, los corazones estaban solos y aislados, sin poder expresar lo que verdaderamente sentían.

Cualquier pequeña frustración o desencanto posible era vivida como una gran ruptura, por lo cual, lo mejor era no hablar, o hacerlo aunque sin decir nada.

¿Y de qué no se podía hablar? De nada, pero esencialmente de cualquier cosa que pudiera involucrar las emociones. Podría ser el sexo o la menstruación. Podrían ser los miedos o los anhelos más profundos. Ello implicaría exponer el alma y eso era emocionalmente intolerable. Cualquier expresión que pudiera dejar en evidencia nuestra fragilidad o vulnerabilidad podría desencantar al otro, y era mejor no dar lugar a eso.

Obviamente que esta enorme limitación no impedía las formas más simples de expresión y percepción. La vida y sus complejas realidades desbordaban por todos lados y no podía ser censuradas ni controladas. Al final, aunque no se dijera en palabras, todo se transmitía.

Los ejemplos de la imposibilidad de hablar abundaban. Podía ser la incapacidad de Bernardo de mostrarle a sus padres una nota regular, aunque nunca lo hubieran presionado formalmente para sacarse buenas calificaciones. Claro, las presiones indirectas para ser el mejor alumno habían sido tan grandes, que no quedaba ningún espacio para volver a casa con un siete.

La imposibilidad de hablar había sido transmitida también con desoladores testimonios. Por ejemplo, un viaje en bus a Brasil en donde la madre prefería hacerse pis encima, antes que solicitarle al chofer que se detuviera en alguna estación de servicio o aún en medio de la ruta. Aquél hecho extremo, del que Bernardo había sido testigo y en cierta medida cómplice, impactaría profundamente en el joven de 10 años, a la vez de ser muy sintomático de la dificultad de aquella familia. El mensaje era obvio: con 43 años era mejor pillarse (y descender con un buzo tapándose la cola mojada), que molestar al resto de compañeros de excursión con una demora de 5 minutos.

Con los años, se construiría una sociedad del silencio llena de paradojas. Bernardo se entusiasmaría con un deporte en el que rápidamente empezaría a destacar. Ir a verlo jugar  algún torneo llevaba implícita la posibilidad de presenciar una derrota. Sin que ninguno lo propusiera, se armó un acuerdo tácito para que nadie se expusiera al mal trago.

Como el error, el fracaso, la derrota no estaban permitidas, era mejor no exponerse a ellas, como si por ello, no ocurrieran. Ninguna parte quería que esas anomalías de gente tonta quedara en evidencia. Ojos que no ven corazón que no siente, decía el refrán. ¿Pero era cierto? En general, el corazón sentía aún sin ver, y en muchos casos hasta sentía con más fuerza aquello que se le ocultaba.

El tiempo, en vez de mejorar las cosas las iría empeorando. Con los años, Bernardo se convertiría en el campeón nacional, aunque sin poder compartirlo con sus padres. Es decir, compartía con ellos el éxito logrado, cuando llegaba a su casa después de ganar las finales. Pero la epopeya y el riesgo, sólo le pertenecían a él. La madre prefería no ir a verlo, y después, a través de una frase corta y seca enterarse que había pasado. Bernardo, a su vez, prefería jugar sin presiones adicionales como tener un padre en la tribuna al cual decepcionar o exponer a una frustración. Era mucho mejor ir sólo, y después de la probable victoria, compartirla con ellos para que se vanagloriaran de su hijo.

La historia mostraría lo errado de esta sociedad del silencio. Desde un punto de vista pragmático, porque a lo largo de los años, serían infinitamente más los partidos ganados que los perdidos. Pero lo más importante era lo profundo. Compartir una derrota o fracaso era una gran oportunidad de encuentro, de esas que no abundan tanto en la vida. Claro, si el error no estaba permitido, no habría lugar para estas ideas subversivas. Y ahí la gran paradoja: un corazón que temiendo ser herido, buscaba ponerse a salvo protegiéndose de toda exposición. Pero ese aislamiento por más bienintencionado que fuera, terminaba enfermándolo aún más.

Si en cambio se hubiera expuesto, el aleatorio triunfo o derrota hubiera sido una oportunidad de comunión, de encuentro con el otro, nutriendo a ese corazón famélico de calor, de contacto. Y en esa dialéctica de compartir y encontrarse, el ganar o perder nunca resultaría relevante. Es más, hasta sería posible que la victoria fuera un obstáculo de encuentro al tornar a las personas arrogantes y omnipotentes. Ahí, el otro no tendría más lugar que el de observador validante, reforzando el individualismo y por último, la soledad del vencedor.

Algunos años después de su exitosa y solitaria carrera deportiva, vendría la revancha y capitalización de Bernardo. Su nueva pasión pasó a ser la música, y si bien con el piano no llegaría tan lejos como en el deporte, en la primera oportunidad que tuvo de compartir un pequeño concierto, decidió invitar a toda su familia.

Y ahí estuvieron todos, sin que fuera la muerte de nadie. Por el contrario, fue una experiencia lindísima, donde los eventuales errores que cometería Bernardo habían sido absolutamente irrelevantes. El experimento dejaría profundas enseñanzas para todos. En primer lugar, que el camino compartido era siempre más lindo y rompía la lógica de las exigencias. El otro legado sería que el compartir llevaba implícita una aceptación del error, del fracaso, de la derrota. Todos componentes normales de cualquier vida humana.

El largo camino le permitió a Bernardo aprender que para que existiera un diálogo verdadero -y lugar para explorarlo-, debía haber una profunda aceptación de los errores e imperfecciones humanas y de la persona que estaba enfrente. Si algún interlocutor sintiera la imposibilidad de abrirse y mostrar sus temores, sus vulnerabilidades, sus imperfecciones y miserias, allí no podría existir el diálogo. Habría muchas palabras, pero sólo eso. Y en el fondo, tampoco podría existir vitalidad ni vida, porque ellas necesariamente están constituidas de muchos errores, imperfecciones, miedos y anhelos.

Al final, Bernardo comprendió que era mucho mejor correr el riesgo de desencantar a alguien o a muchos, que cuidarse de no frustrar a nadie, al precio de quedarse aislado.

Artículo de Juan Tonelli: Socios del silencio

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