De repente, empezó a sonar el tema de aquél disco de Piazzolla. Las notas de ese instrumento maldito parecían estiletes que se le clavaban en el corazón.

«Alea jacta est», como aquellas célebres palabras del César al decidirse a cruzar el río Rubicon y empezar la guerra inevitable contra su Roma. La suerte estaba echada. Habían pasado más de dos mil años de aquella inquietante frase del emperador y Teo sentía que en algún sentido, lo mismo le había pasado a él. Así y todo, no estaba seguro que la suerte estuviera echada y no tuviera retorno. ¿Pensarlo así sería un analgésico mental para que su corazón no se partiera en mil pedazos?

Su matrimonio estaba jugado. Dieciocho años, cuatro soles traídos al mundo, y un amor arrasador que se llevó puesto todo. El tema que sonaba le evocaba aquél viaje a la Costa Oeste, que era el último y desesperado intento por salvar lo que no se podía salvar. ¿No se podía? Con esa pregunta habría de convivir toda su vida.

Manejar en esos maravillosos caminos con el mar de testigo, mientras sonaba Adiós Nonino, sería un recuerdo -¿dolor? que permanecería grabado a fuego en su alma. No era solo un asunto de la música en sí, como del estado en que se encontraban Teo y su mujer, ambos en carne viva.

¿Quién entiende al amor? Ese sentimiento caprichoso, arbitrario, volátil, que no conoce de justicias.

Aquél viaje había sido el esfuerzo extremo por salvar una pareja que se había amado intensamente. ¿O se seguía amando? El viaje había sido una montaña rusa de emociones, de encuentros y desencuentros a fondo. Nada de moderaciones ni de tibiezas. Máxima alegría, máximo sufrimiento. El anhelo de no perder lo que se tenía. El registro de percibir que eso no era posible. La esperanza y la desolación. El silencio que era paz pero que demasiadas veces se parecía a la muerte misma.

Ya terminando el viaje, ella, la Helena de Troya de esta Odisea había llamado a Teo. Su amor prohibido había decidido salvar su matrimonio descartándola a ella, quien al menos quería consolarse escuchando la voz de su amado en el contestador.  Teo, que había anhelado con desesperación esa llamada durante todo el viaje con su esposa, atendió. Helena no habló, no dijo nada. Pareció una llamada equivocada, pero en esas circunstancias no hay errores. Solo el inconsciente saliendo por todos los lados, pese a los monumentales esfuerzos de los hombres por obturarlo, controlarlo o conducirlo. Todos estériles.

Aquella fatídica llamada generaría que Teo se cayera como un piano. Todo el precario equilibrio e intimidad que parecía haber reconstruido con su esposa quedaron devastados al ver en su celular el nombre de su amada llamando. Era el amor, con sus obsesiones e ideas fijas que no permiten pensar en otra cosa que el ser del que se está enamorado. El flechazo de cupido. La maldición árabe del «ojalá te enamores».

¿La llamada había puesto todo en crisis? Evidentemente no. Pero una vez más, una pequeña chispa parecía desatar una explosión termonuclear. Teo quería ser libre para estar con su Helena. Aunque eso llevara implícito perder mucho. Su mujer que estaba deviniendo en ex mujer; su familia como espacio de encuentro completo que ya se le empezaba a escurrir como agua entre los dedos; y el día a día cotidiano con sus hijitos, que también se perdería. ¿O acaso ya se había perdido todo, y pese a que Teo todavía no lo asumiera, la fractura ya era inevitable?

¿Valdría la pena generar tantos futuros llantos en su hija mas sensible? ¿O esa ausencia definitiva en el hogar? U olvidarse de mesas familiares con todos reunidos en armonía. ¿La idea de la familia perfecta era una fantasía que justo ahora le venía a parecer importante? Pese a los años transcurridos, le fue imposible discernir si en aquél momento había sido capaz de elegir, sopesando las alternativas que la vida le ofrecía. Más bien, sintió que no pudo elegir nada.

Mientras los temas Piazzolla seguían lastimando, las preguntas se amontonaban en el corazón de Teo. Y una, calaba hondo en el alma: ¿la vida estaba mejor? Habían pasado muchos años, un largo camino de lágrimas para todos, y un nuevo equilibrio encontrado, con Teo en pareja con su Helena, una mujer extraordinaria. El vínculo con sus hijos había crecido notablemente. Mientras estaba casado, ellos eran como parte del paisaje. A partir de la dolorosa separación, la pérdida del día a día lo obligó a descubrirlos. Todos habían reconocido que la relación había mejorado muchísimo a partir de su partida. Con su ex mujer tenía sus altos y bajos. Si a él, esos dolores y preguntas lo perturbaban con frecuencia, cuánto mayores serían para ella. Teo podía conjeturar acerca de si él había tenido algún margen de decisión. Ella en cambio, definitivamente no había podido hacer nada.

Pero la pregunta seguía ahí, acechándolo. ¿Su vida era mejor ahora? Intentó contestarse que sí, pero no pudo. Y no porque estuviera peor. Simplemente, registró que la pregunta era imposible de contestar. La vida había seguido su curso. Como siempre. Había cosas que estaban mejor. Otros dolores, como el de la familia unida perdida, no se arreglaban. A veces dolían menos y otras veces dolían más. Sólo quedaba tratar de acomodarse, como a los dolores lumbares.

Indagando hasta el abismo, Teo registró que la vida no era algo a arreglar. Simplemente, era algo a vivir. Lo mejor posible, con las armas que se tenían en cada circunstancia. Aquellos proverbios hindúes de que uno hizo en el pasado lo mejor que pudo haber hecho, y que lo que pasó es lo único que podía haber pasado, brindaban mucha paz.  ¿Pero eran ciertos, o se trataba de analgésicos para preguntas dolorosas? No tenía respuestas claras a semejantes interpelaciones. ¿Servirían para algo todos estos interrogantes que lo hacían sufrir?

Probablemente no. Pero Teo decidió no obturarlos. Fue a su casa, se abrió un vino y puso aquél mismo disco de Piazzolla. Escuchó todos los temas que habían sonado en aquellas rutas de California. Muchas lágrimas cayeron por su rostro. No porque quisiera volver con su ex mujer. Ella era una gran persona, como él y también Helena. No se trataba de eso. La vida había discurrido por otros lados y esos planteos no tenían sentido, posibilidades, ni vuelta atrás.

Sintió el persistente dolor de lo perdido. De lo que fue y ya no era más. De lo que pudo haber sido. No quiso tapar sus emociones, ni reprimirlas. Salieron, lo atravesaron, lo estremecieron. Y siguieron su curso. Como la vida.

Artículo de Juan Tonelli: No te preguntes la vida

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