Después de un fuerte ruido, uno de los dos motores se detuvo. Ver la hélice inmóvil mientras el avión estaba a cinco mil metros de altura, era estremecedor. Tanto la tripulación como los pasajeros entraron en pánico. Y si bien el piloto y su equipo guardaban las formas, a nadie se le escapaba que estaban muertos de miedo.

Sentado en la primeras filas leyendo el diario, Nelson Mandela pensó en lo paradójica que podía ser la vida. En sus setenta años había esquivado a la muerte infinidad de veces y en las más variadas circunstancias. Veintisiete años preso por tener piel oscura daban fe de ello. Dos décadas encerrado en un calabozo de un metro cuadrado mataban a cualquiera, pero no a él. ¿Iría a morir de esta forma estúpida, ahora que estaba libre y podía concretar los sueños revolucionarios de toda una vida? Lo había resistido y atravesado todo, para que el destino se encaprichara en una arbitrariedad máxima?

Recordó al César sobreponiéndose en su embarcación que amenazaba con hundirse. Pensó que el emperador también estaría muerto de miedo, aunque habría pretendido exorcizar aquellos fantasmas simulando un coraje que probablemente no tendría. ¿O sí? ¿Acaso sólo él, en aquel avión, sería el asustadizo? Se descalificó aún más, recordando a Napoleón con su frase «el coraje es una virtud que escapa a la hipocresía». Que cierta que era, pensó mientras su espíritu caía a la misma velocidad que la aeronave.

Producto de la abrupta pérdida de altura del avión sentía el estómago en la boca. Podía percibir el pánico de todos los pasajeros. La tripulación lo buscaba permanentemente con el supuesto fin de tranquilizarlo, aunque estaba claro que lo que en realidad ansiaban, era que él los contuviera. Como si su condición de leyenda, o de sobreviviente, lo tornara inmortal a él y a quienes lo acompañaban. Algo así como un talismán humano. En su interior, sentía que la vida era impermeable a esas mitologías.

Evocó el día de su liberación después de casi tres décadas de cautiverio. Como si hubiera atravesado pocos infiernos, aquél día corrió un riesgo particularmente grande. La extrema derecha racista de su país veía la oportunidad de matarlo y dirimir el largo pleito. Otra broma del destino: vivir en un calabozo veintisiete años para ser asesinado el día de su liberación. Él había deseado que aquello no ocurriera, no tanto por su vida, sino porque su magnicidio hubiera desencadenado una escalada de infinita violencia. Recordó el pánico de los ministros del gobierno que tartamudeando, aquél día vinieron dos veces a explicarle que por razones de seguridad habían decidido posponer  su liberación. El objetivo era desbaratar los planes de sicarios y extremistas. Así y todo, no había habido forma de impedir el riesgo ya que él debía encontrarse con una multitud de seguidores que esperaba aquél momento desde hacía ya demasiados años. Por otra parte, carecía de sentido salir de su largo cautiverio para ir a guardarse en un bunker. ¿Querría el destino que todo terminara así? Aunque su espíritu estaba estremecido, su mente lo negó rotundamente.

Íntimamente supo que al destino lo tenían sin cuidado los razonamientos y especulaciones de los hombres. La vida no tenía esas linealidades, y hasta los planteos más justos solían ser ignorados.

Recordó su primer amor, el nacimiento de un hijo, un primer divorcio y la primera vez que lo arrestaron por liderar una protesta. Qué rápido pasaba todo en esta vida. Miró por la ventanilla y vio que la hélice seguía inmóvil. Volvió a su periódico, como si leerlo fuera posible.

Pensó en la cantidad de veces que había estado a punto de perder la vida. Muchas de joven, cuando no medía los riesgos que corría y en las que su temperamento lo llevaba a pelearse con frecuencia. O los primeros años de cárcel, que entre torturas y cautiverios, hasta había deseado liberarse de la existencia.

Tantas veces había querido morirse y no había ocurrido: al ser arrestado injustamente por segunda vez; al no poder salir para ir al entierro de su hijo; y todas y cada una de las veces que después de estar años preso, la aparente posibilidad de ser liberado se desvanecía. Aunque ya lo tenía grabado a fuego, sintió lo injusta que podía ser la vida.

Imaginó sus funerales. La tapa de los diarios. ¿Cómo sería su necrológica? Habría en ellas algo de justicia, señalando con claridad el objeto de su lucha? ¿O sería otra burla más del destino? Aunque fuera otro tema más que escapaba su control, lo angustió.

En los pocos minutos que parecieron una eternidad, muchas cosas corrieron por su alma. Afortunadamente el piloto pudo realizar un aterrizaje de emergencia y el espíritu de todos, pasajeros y tripulantes, volvió rápidamente a sus cuerpos.

Ya en el auto que los llevaría al hotel, el piloto se dirigió a Mandela y le dijo: -«estamos admirados de su valentía; ni aún en los momentos en que el avión caía como un piano, lo vimos con miedo. Todos coincidimos en que fue nuestra inspiración».

Mandela, con una amplia sonrisa, le dijo:

-«Yo estaba aterrorizado ahí arriba. Por supuesto que tenía miedo. Y hubiera sido irracional no tenerlo. Pero estaba a cargo de la gente y debía transmitirles serenidad. El coraje, mi amigo, no es no sentir miedo, sino que sintiéndolo, poder trascenderlo.”

Artículo de Juan Tonelli: Valentía es otra cosa.