«Puedo pegar tres derechas mal, pero aún así, la próxima la juego convencido que me va a salir bien. En cambio, puedo pegar tres reveses bien, y sin embargo, en  todos siento que me voy a equivocar». Daniel quedó conmovido con la precisión de su pequeño alumno de nueve años. Era una de las mejores definiciones de confianza que había escuchado en su vida.

Obviamente, el miedo era lo que dividía aguas. Esa primitiva y recurrente emoción lo cambiaba todo. Sin miedo, aquel chico -y cualquier hombre- experimentaba libertad. Y si bien la ausencia de temores no garantizaba que todo saliera bien y y la presencia de los mismos  tampoco condenaba todo al error, algo era lindo de vivir y lo otro, en cambio, muy desagradable.

El miedo, siempre el miedo, ese gran protagonista de la vida del hombre. Y la libertad, su eterna víctima.

El entrenador estaba estremecido por la capacidad de aquél chico de poner en palabras lo que él nunca había podido. Había desarrollado su propia e impresionante carrera aterrorizado. Muerto de miedo. Esa emoción había estado por todos lados, y él, al contrario que su discípulo, pese a haberla experimentado en forma brutal, no se había enterado.

¿Era posible no advertir lo que uno siente, máxime cuando se trata de algo tan fuerte y persistente? Sonrió al aceptar que la mayoría de los hombres pasan casi toda su vida sin ser capaces de reconocer lo que sienten.

Una suerte de analfabetismo emocional. Como el proceso de alfabetización puede ser tan intenso, la mayoría de las personas optan por mantenerse lejos de ese fuego. La generalidad piensa que el que juega con fuego se quema, omitiendo que con él, también se puede cocinar, calentar una casa o el agua para un baño de espuma.

Se preguntó qué sería lo que curaría el miedo. Y si se lo podría erradicar, o si sólo se trataría de sobrellevarlo lo más armoniosamente posible. Recordó a San Pablo, con su célebre frase «donde hay amor no hay miedo; el verdadero amor echa fuera al miedo…» Si bien parecía muy cierta, la cuestión era cómo introducir el amor cuando uno tenía miedo. ¿Cómo hacerlo?

Se le vino a la mente su propia historia. En uno de los momentos más paradójicos de su vida, al tiempo que obtenía el campeonato nacional por segunda vez, su frustración era tan grande que deseaba abandonar ese mismo juego que lo había encumbrado. ¿Cómo era posible? Nadie que llega a la cima quiere abandonarlo todo, frustrado por su baja performance. Sin embargo, este había sido su caso. Y las razones había que buscarlas en lo que ahora, 25 años después, estaba analizando.

En aquél entonces, de poco le importaba ser el número uno si él sentía tanto miedo. Aquél sentimiento signaba sus prácticas, su juego, y el vivir con falta de confianza, lo frustraba. Imponerse al resto de competidores de todo el país no compensaba ese agujero negro en el corazón. Después de todo, que los demás compatriotas lo hicieran peor que él, era un problema de ellos. El suyo, era que vivía con tanto miedo que la inseguridad había mutado en una certeza: nunca podría recuperar la confianza que tanto anhelaba, la cual era un requisito básico para jugar a cualquier deporte, y hasta para vivir. Estaba convencido que no tenía salida. Entonces, ¿de qué le valía ganar el campeonato nacional si estaba aterrorizado? O peor aún; ¿qué importaba ser el mejor del país si a causa de ese miedo crónico, tenía la convicción de que nunca podría desarrollarse?

La mejor síntesis de aquella paradoja la había expresado la mujer de un amigo que había ido a observar aquella final. Después del partido, ella se acercó a darle sus condolencias. El marido la retó por estúpida, ya que su jugador había ganado. Sin embargo, la percepción de su esposa no estaba tan errada; simplemente se había guiado por lo gestual, dado que no comprendía el juego. Las caras y expresión corporal del ganador eran propias de un velorio, por lo que infirió su derrota. Totalmente escindido de una realidad victoriosa, su espíritu estaba quebrado, pisoteado. No tenía nada que festejar, ya que ganar el campeonato nacional era poco relevante. Lo importante hubiera sido no sentir miedo, jugar con libertad, con confianza. Y eso era algo que hacía demasiado que no sucedía. De ahí que aquella pobre mujer que no conocía el sistema de puntuación de aquel juego y sólo se había guiado por lo que el jugador transmitía,  le diera sus conmiseraciones.

Reflexionó que había pasado buena parte de su existencia en un océano de miedos. Que sólo cuando la vida lo había mandado al ruedo, frente a lo inevitable de los hechos había empezado a registrar que vivía esquivando todo tipo de situaciones riesgosas; pequeñas, medianas, grandes. Todo el tiempo. Esquivar el miedo era su tácito principio rector.

Con esa directriz no era esperable llegar a un buen destino. Nunca habría ningún objetivo valioso que para alcanzarlo no requiriera atravesar grandes abismos con sus consiguientes terrores. ¿Era posible que la dirección de su vida hubiera sido determinada por esquivar los miedos que sentía? Sonaba patético. ¿Cómo él, que soñaba con ser Alejandro Magno, tendría que reconocer una existencia tan miserable en donde el recorrido de su vida fuera determinado por la despreciable característica de eludir temores? Peor aún, ni siquiera había tenido conciencia de ello. Y con esta estrategia; ¿esperaba arribar a algún buen puerto?

Había cambiado un océano de miedo por otro de interrogantes. ¿Y ahora? Cómo solucionar todos y cada una de las amenazas e inseguridades? Rápidamente registró que eso no era posible. Tampoco era factible andar tapando todos los agujeros del bote existencial que la realidad se encargaba de producir constantemente a través de miedos e inseguridades. Sólo era admisible saber que pese a ellos, uno podría seguir navegando. ¿Acaso había algún bote que no tuviera un poco de agua adentro? Los que nunca navegan siempre se inquietan al registrar que las embarcaciones tienen algo de líquido en su interior: lo perciben amenazante. Los remeros y navegantes, en cambio, saben que es algo normal. ¿Y cuánto es lo habitual? Esa es otra discusión y siempre será variable. Pero una cosa es segura: nunca es nada de agua, como la vida nunca es nada de problemas o nada de temores. Eso no es realista.

Recordó a un guía espiritual quien le había enseñado que el optimismo era una crueldad, ya que implicaba tener todo asentado solo en la propia voluntad. Con el esfuerzo constante y deteriorante de tener que sostenerlo todo, y el terror a perderlo. Eso era muy distinto a la fe.

La fe, no era saber que todo terminaría bien. Era saber que nunca nos faltaría amor para atravesar lo que tuviéramos que atravesar.

De regreso en el presente, Daniel dejó la raqueta en el piso, y mirándolo con ternura, abrazó fuerte a su alumno de nueve años. Aquél abrazo fue una de las mejores explicaciones que ese niño recibió en su vida.

Artículo de Juan Tonelli: Agua adentro del bote.