Julián era el segundo y último hijo de una buena familia. Ya desde pequeño mostraba un espíritu indómito.

Como todo hijo menor era el mimado de la casa, mientras que su hermano el primogénito, cargaba con la presión pero también con los honores del grupo familiar. Para sus padres, el mayor era el importante, de quien se esperaba todo. El menor, en cambio, era el hijo amado.

Con el correr del tiempo, esos perfiles se fueron acentuando. El primogénito era el centro de la atención, y el benjamín era el libre. Sin embargo y como frecuentemente ocurre con los seres humanos, lo que Julián tenía no le alcanzaba. Él no valoraba mucho lo que tenía, y sufría lo que le faltaba. Él no quería ser amado, sino ser reconocido.

Accidentalmente descubrió que ser el mejor en cualquier actividad, tenía sus beneficios. Si bien nunca se había propuesto ser el primer promedio en el colegio, una vez que lo fue, percibió que en su familia era más respetado. Y si no fue así, al menos él lo vivió así. Poco tiempo pasó para que su objetivo fuera ser abanderado. No por lo académico -que poco le importaba-, sino por el reconocimiento.

¿Acaso alguien querría ser abanderado sólo por aprender y entender? O más bien sería una necesidad del corazón humano, eterno buscador de afecto?

Con los años el mecanismo se fue profundizando. Además de destacarse en lo académico, Julián brillaba en lo deportivo. Si bien practicaba los deportes porque le encantaban, el beneficio colateral del reconocimiento familiar por sus éxitos, se había convertido en algo central.

A la hora de decidir qué estudiar, Julián eligió medicina. Venía de una familia tradicional y si bien tenía  libertad, la misma se circunscribía a pocas opciones. Tácitamente no le estaba permitido ser deportista, artista, o seguir alguna de esas carreras raras. «Freedom within a frame», como el eslógan de alguna gran corporación mundial. Determinado a convertirse en médico,  eligió especializarse en cirugía ya que le parecía prestigioso.

Como cirujano fue desarrollando una muy buena carrera. La cantidad de horas que pasaba en el quirófano no las vivía como una carga sino como  una experiencia mística. En esos momentos y aunque estuviera frente a personas muy enfermas, se asombraba de la maravilla del cuerpo humano. No podía menos que reconocer la mano de Dios atrás de todo aquello. Y la satisfacción de salvar vidas, era inmensa. Cuando accidentalmente se encontraba con algún paciente al que había rescatado de un cáncer o una severa enfermedad cardiovascular cinco o diez años atrás, se conmovía profundamente. Y no es que Julián se sintiera omnipotente. Le daba alegría saber que esa persona había podido vivir tanto tiempo más, y que él como cirujano, había participado en ese milagro.

Producto de su crecimiento profesional se compró una clínica, y luego una pequeña empresa de medicina prepaga. Su vida se fue cargando más y más de trabajo, pero como no tenía ni esposa ni hijos, podía seguir operando y gerenciando su empresa, la cual le hizo ganar mucho dinero.

Ya en aquellos tiempos, Julián empezó a distinguir los sentimientos que le producían sus dos ocupaciones. Cuando operaba, se sentía en paz consigo mismo, disfrutaba el quirófano, y en aquellos casos que la cirugía terminaba bien sentía una alegría enorme y una conexión con la vida. Cuando gerenciaba su prepaga, resolvía problemas y tenía la satisfacción que brindaba el dinero: poder comprar una buena casa, un buen auto, tener unas buenas vacaciones. Recordaba aquellas investigaciones que señalaban que el dinero activaba las mismas regiones neuronales que algunas drogas, riéndose para sus adentros. Intentando balancear sus sentimientos, razonaba que él podía darse el lujo de disfrutar su profesión porque no la necesitaba para vivir. De lo contrario, la insuficiencia económica de cualquier médico promedio,  lo hubiera hecho sentir un infeliz. Por ende, decidió no mortificarse con planteos existenciales y seguir transitando su vida sin mayores planteos.

Tiempo después apareció la oportunidad de gerenciar una gran obra social. El desafío lo seducía ya que se trataba de medio millón de personas. No le fue ajeno saber que aquella decisión significaría el fin de su carrera como cirujano. No obstante, decidió avanzar.

Un par de años después, su empresa estaba bien consolidada, aunque los márgenes eran exiguos. El sistema de obras sociales no permitía grandes ganancias. Se dio cuenta que el futuro pasaba por hacer una prepaga grande, donde la facturación fuera a otra escala. ¿Pero cómo podría? El mercado estaba maduro con pocas compañías muy sólidas y Julián no tenía tanto capital para comprar una empresa millonaria. Aquél día, mientras salía de su simpática oficina sumido en estas cavilaciones, se topó con otra persona a la que le había salvado la vida hacía ya demasiados años. ¿Cómo era posible que siguiera viviendo? Pensó en la increíble capacidad de recuperación del organismo, y sintió una alegría profunda al saber que había colaborado a que aquél buen hombre viviera tantos años más. Sintió ese pequeño encuentro como una señal: mientras él estaba preocupado en hacer crecer la empresa, aquél antiguo paciente había venido a señalarle que las cosas importantes eran otras. Sin embargo, Julián decidió dejar rápidamente de lado aquellos pensamientos desestabilizadores.

Tiempo después y en medio de la crisis económica más grande del país, se presentó su gran oportunidad. Acosada por su mal gerenciamiento y la visión especulativa del fondo de inversión que la administraba, una de los grandes de la medicina prepaga salió a la venta a precio de oferta. En medio de tanta incertidumbre y mientras nadie quería tomar ninguna decisión, Julián se compró la empresa. Ahora sí era un empresario en serio.

No habían pasado meses de aquella adquisición cuando una llamada a su celular reforzaría su destino. Le ofrecían otra de las cinco empresas más grandes, ya que los bancos acreedores se sentían incapaces de gerenciarla en tanta crisis. Y sin saber bien cómo, Julián se adueño de aquella compañía para así formar un imperio dentro del sector.

El primer día que fue al imponente despacho del presidente, que ahora era el suyo, observó la fantástica vista que tenía de la reserva ecológica y del río. Se sentó en el sillón del poder y tomó conciencia que el ambiente tenía no menos de 250 metros cuadrados en un piso 20, desde donde toda la vida parecía apacible.

Percibió emociones varias y contradictorias. La satisfacción y revancha de saberse reconocido. A partir de ahora él sería el centro de la atención, y no su hermano. Sus padres estarían orgullosos por tener un hijo tan importante. Aquella sórdida y eterna competencia con su hermano estaba terminada.

Pensó en la cantidad de problemas que lo esperaban por resolver. Solo en el escritorio ya tenía la lista de los millonarios vencimientos bancarios a cubrir. Experimentó la enorme responsabilidad por tener que dar un buen servicio a 700.000 personas, en algo tan subjetivo y demandante como era la salud. Por primera vez, no pudo tapar el miedo que sentía.

Instantes más tarde, un mozo ingresó a ofrecerle algo de tomar. Si bien Julián no deseaba nada, vió en aquella persona a alguien familiar, así que le preguntó si se conocían de algún lado. El señor, ya mayor, sonriendo le recordó que él lo había operado de un cáncer de próstata hacía 15 años. El ahora poderoso empresario esbozó una sonrisa, y sin poder articular palabra, lo dejó ir.

Cuando nuevamente estuvo solo, se preguntó para qué se había metido en este enorme problema. ¿Para mostrarle a sus padres que él era alguien importante? ¿Acaso de niño no había sido muy amado? Intentó racionalizar pensando que lo que él en realidad necesitaba era ser reconocido, registrado. Como lo era su hermano. Después de todo; ¿cómo podía ser amado si no era registrado? Por más que su mente forzó los argumentos, no pudo negar el hecho que sus padres lo hubieran amado mucho. ¿Y entonces? ¿Para qué tanto quilombo?

Se dio cuenta que era mucho más feliz operando que siendo empresario. Que le daba mucha más alegría que alguien al que le había salvado la vida se lo agradeciera después de haber sobrevivido muchos años, que ganar mucha plata. Y si bien el dinero era importante, el afecto real era imprescindible. ¿Donde quedaría el amor en aquél ámbito despiadado de alta competencia empresaria?

Desde su opulenta oficina divisó a lo lejos a un pequeño velero navegando libremente. En aquél primaveral martes al mediodía, no pudo evitar preguntarse qué hacía en su despacho.

Luego de golpear la puerta e ingresar, su secretaria le avisó que su abogado necesitaba verlo en forma urgente.

Artículo de Juan Tonelli: ¿Quién quiere ser amado si puede ser reconocido?