En la conferencia de prensa no cabía una persona más. Y no era para menos: una nueva estrella iluminaba el universo del ajedrez como nunca nadie en los 21 siglos de historia de ese juego. Un periodista disparó a quemarropa: «-Cómo pudo ser tan temerario de arriesgarse tanto? Si le alcanzaba con un empate para consagrarse campeón mundial; ¿por qué buscó tanto la victoria? Máxime cuando provocar tablas es sencillo, y ganar con negras es extremandamente difícil…»

El nuevo rey del ajedrez sintió que de vuelta era obligado a salir a la palestra. Mientras se tomaba unos instantes para reflexionar, ráfagas de imágenes y sentimientos sacudieron su cuerpo. A él, justo a él le iban a preguntar esto? Como si no supiera los riesgos que corría.  Como si no supiera lo que hacía. Una cosa era ser temerario, y otra muy distinta ser valiente. Una cosa era no conocerse, ni saber cuáles eran los propios límites, y otra muy distinta empujarlos hasta los umbrales.

Recordó cuando el jefe del departamento de ajedrez del comité deportivo de la URSS, Nikolai Krogius, lo marginaba de los mejores certámenes internacionales mientras le decía: «- Por el momento tenemos un campeón mundial y no necesitamos otro». O cuando la Federación Internacional de Ajedrez había interrumpido la final del campeonato mundial, por la simple y arbitraria razón que él había puesto en aprietos al entonces campeón mundial. Peor aún, a su rival le habían dado 7 meses para que se recuperara anímicamente, hecho que igual no había impedido la victoria que acababa de concretar.

La pregunta del periodista ya había estado en su corazón toda la noche previa al partido decisivo. ¿Qué hacer? Un decoroso empate bastaba para consagrarlo campeón mundial.  ¿Debía entonces buscar tablas con piezas negras, algo no muy complejo para un jugador de su talla? Esa estrategia le produjo angustia. Él tenía solo 22 años, y no sabía especular. Tal vez, lo aprendiera de grande, o tal vez nunca. Pero no le salía. Con el profundo conocimiento de sí mismo que tenía para un joven de su edad, asumió su límite, registrando que tratar de ser lo que él no era, sería mucho más riesgoso.

La decisión no era nada fácil porque había demasiado en juego. El último partido de una serie por el campeonato mundial, después de 23 matches que lo colocaban al frente por la exigua diferencia de 12 a 11. Y esto, sin contar las 48 partidas anteriores, suspendidas por la Federación Internacional. Todo se jugaba en una partida, y el menor error podía echar por tierra años de esfuerzos.

Aquella noche aciaga sumó más presión, ya que atrás de cada jugador, había fuertes implicancias políticas. Su contendiente era la encarnación del Partido Comunista y el sistema soviético. Él en cambio, representaba a la reforma. Pensó si arriesgar tanto no era defraudar a los audaces que lo habían apoyado en contra del sistema.

¿Pero qué era arriesgar? ¿Tratar de ganar en una posición desventajosa cuando sólo bastaba un empate? No; ese no era el problema. El tema era mucho más complejo. Hacer un juego que no era el propio le daba mucho más inseguridad.

Se dio cuenta que por lo general el ser humano prefería la seguridad a la verdad. Pero algo le decía que lo único sólido era lo verdadero; lo demás era frágil y vulnerable porque tenía que ser sostenido, actuado. La verdad en cambio, tenía una entidad y solidez propia; no necesitaba ser creada ni apuntalada.

Levantando la mirada le contestó a aquél periodista: «El mayor riesgo se produce cuando uno reniega de sus principios, de lo que uno es. Tratar de ser otro nunca resulta.»

Con esa convicción, el 9 de noviembre en la Sala de Conciertos Tchaicovsky de Moscú, Garry Kasparov con las piezas negras le ganó a Anatoly Karpov 13 a 11 consagrándose campéon mundial.

Artículo de Juan Tonelli: Tratar de ser lo que uno no es, nunca resulta (II)