Juan había sido un gran jugador de squash. Dos veces ganador del campeonato nacional entre un sinnúmero de títulos obtenidos, daban fe de ello. Su pasión por este juego había sido un amor a primera vista: el día que lo conoció, fue la muerte de todos los demás deportes que practicaba muy bien. Nada más de fútbol, tenis o rugby. Y de ahí en más, una carrera meteórica hasta la cima.

Su éxito a nivel nacional no había servido para impedirle grandes frustraciones. Su sueño de ser campeón mundial no había sido posible por una multiplicidad de factores. Cumplir los mandatos familiares de estudiar una carrera universitaria y la dificultad de viajar a competir en el exterior por falta de recursos económicos habían sido los principales obstáculos. Sin embargo, la razón más profunda de su imposibilidad de acceder a la cima del mundo se revelaría muchos años más tarde.

Juan abandonó el deporte profesional cuando su carrera internacional distaba de ser lo que él soñaba, y la presión universitaria era imposible de conciliar con la vida de un deportista de alto rendimiento. Tenía sentimientos encontrados ya que por una parte se sentía un privilegiado, sabiendo que había alcanzado lugares a los que casi nadie accedía. Por otro lado, la frustración de no haber sido campeón mundial, o simplemente haber jugado mejor -por más vaga y difusa que fuera esa definición-, lo hacían sentir desdichado.

Años después de haber dejado de jugar, y antes de empezar su primer trabajo en una corporación, se fue de viaje a Thailandia, solo. Una noche después de cenar, se puso a ver televisión en el cuarto del hotel. En un aleatorio zapping, se topó con la final del abierto de squash de Hong Kong, uno de los torneos más importantes del mundo. La disputaban los dos mejores jugadores, el paquistaní campeón mundial, y un inglés.

El primer sentimiento de Juan fue contradictorio. Con la distancia que dan los años, se preguntó cómo era posible que aquél juego que había sido la gran pasión de su vida, ahora le resultara indiferente.

Mientras el partido avanzaba, Juan intentó indagar cuál sería la diferencia entre el juego  de aquél paquistaní genial, y el suyo. La primer respuesta que apareció en su mente, fue que el campeón mundial siempre había vivido para el squash, en tanto que a él le había tocado lidiar con la universidad y la enorme dificultad de poder viajar a competir. De hecho, durante algunos pocos meses ambos habían entrenado en el mismo club en Londres, y Juan había registrado que el número uno del mundo entrenaba las mismas horas que él. Sin embargo, el resto del día del paquistaní estaba en función de esas 4 horas de entrenamiento, en tanto que en el caso suyo el entrenamiento formaba parte de una complicada agenda diaria que además incluía facultad, estudio y novia. Juan pensó en aquél momento -y en éste también-, que esa era mucha diferencia. Uno completamente focalizado en un tema, y el otro demasiado dividido en varias actividades como para poder concentrar toda su energía en un objetivo.

Sin apagar el televisor, se fue a dar un baño de inmersión aprovechando el lujoso hotel en que se hospedaba. Mientras se relajaba en la bañera, la pregunta acerca de cuál había sido la razón por la que él sólo había sido un jugador de cabotaje, volvió a su cabeza.

Recordó lo tenso que vivía como jugador. Esa obligación de ganar, de ser perfecto. Esa exigencia de que todos sus golpes y tiros fueran como él quería, cosa que rara vez sucedía.

Comprendió que su justificación de que él no había tenido condiciones tan favorables como el paquistaní, si bien no era mentira, era cuanto menos insuficiente. Ansioso como cuando alguien sabe que está por develar algo importante, interrumpió su baño y con una bata volvió a la cama a continuar viendo aquella final.

Estuvo veinte minutos mirando por televisión aquél deporte que había sido un gran amor y actualmente no representaba nada. Pese a esta indiferencia, seguía minuciosamente lo que hacía el campeón mundial como si al escudriñarlo pudiera develar su secreto. Fue entonces cuando se hizo la luz.

Juan comprendió que la única y abismal diferencia de juego con el campeón mundial no se debía a que el paquistaní vivía para eso, en tanto que a él le había tocado convivir con una multiplicidad de temas. El gran tema era que

el número uno del mundo estaba dispuesto a perdonarse sus errores, a convivir con ellos y seguir adelante. En reiteradas ocasiones, Juan observó como ciertas equivocaciones que para él hubieran sido inaceptables, para el campeón mundial no representaban nada. Seguía adelante sin enojarse, frustrarse, ni mucho menos maltratarse.

¿Cómo era posible que el paquistaní, siendo el número uno, tolerara amigablemente fallos que para Juan, siendo un jugador mucho menos destacado, resultaran inaceptables?

Recordó que su carrera había sido signada por esta contradicción. Su enojo con la realidad, y su no aceptación de sus propias imperfecciones. Y ahí comenzaba un círculo vicioso donde su intolerancia al error y sus enormes niveles de frustración por que las cosas no le salía como él quería, terminaban eclipsando cada uno de sus entrenamientos y de sus partidos.

Se dio cuenta que la verdadera diferencia con el campeón mundial era que mientras aquél era muy autoindulgente consigo mismo -y por ello podía seguir mejorando y desarrollándose-, Juan era implacable con sus errores e imperfecciones, lo que no sólo había determinado la derrota de algunos partidos decisivos, sino su posible evolución y crecimiento. Nadie podía desarrollarse con tantos niveles de negatividad y autorechazo. Esa negativa a perdonarse a sí mismo era lo que había impedido que tal vez el fuera campeón mundial. No era un problema de técnica, ni de entrenamiento físico, y ni siquiera de haber tenido que estudiar una carrera universitaria. El tema era su implacabilidad consigo mismo.

Sintió cómo su mente, a lo largo de su carrera, había sido el principal obstáculo al desarrollo. Era como si hubiera sido una canilla abierta de la que solo brotaba negatividad. Y ese rechazo a sí mismo y a que las cosas no fueran como su cabeza deseaba, esterilizaban cualquier esfuerzo, cualquier talento.

Siendo consciente que ésta podía ser una de las lecciones más importantes de su vida, apagó el televisor. Lo que vio de aquél partido, ya le había enseñado todo lo que tenía para dar.

Artículo de Juan Tonelli: La negativa a perdonarse a uno mismo.