El poderoso grupo terrorista luchaba por independizar un territorio y su población, de la nación a la que pertenecían. Su plan de acción incluía un objetivo que se llevaba todos los suspiros de los revolucionarios: realizar un gran atentado en los Juegos Olímpicos que se llevarían a cabo en el país. Masacrar a estrellas del deporte y a turistas inocentes -cuando todo el mundo tendría puesta la mirada en ese lugar-, permitiría que el grupo terrorista y su causa pasaran a ser reconocidos internacionalmente.

Paralelamente, los servicios secretos del país que contenía a este grupo independentista, venían siguiendo a todos los cabecillas desde hacía mucho tiempo. De tanto investigar, detectaron una gran oportunidad: la cúpula completa de los terroristas se reuniría en un país vecino. Un hecho de esa naturaleza era inédito dado que por razones de seguridad, nunca se juntaban todos los dirigentes para evitar dejar acéfala a  la organización en caso que el gobierno federal los interceptara.

El director de la agencia de inteligencia estaba exultante. Recién cuando hubo planeado detalladamente  la operación para incursionar en el país vecino y matar a todos los terroristas, le solicitó audiencia al primer ministro.

El jefe del gobierno escuchó toda la exposición. La operación conllevaba importantes riesgos. El principal, incursionar clandestinamente en otro país y matar a un grupo de personas. Coordinar el trabajo con los vecinos no parecía viable, ya que seguramente se filtraría la información y todo el operativo se echaría a perder.

El primer ministro pensó en la gran oportunidad que significaba descabezar a toda la dirigencia de ese grupo fundamentalista. Brutales y despiadados asesinos, que más allá de la justicia que pudiera tener su causa, estaban dispuestos a matar muchos civiles inocentes para lograr su objetivo.

Razonó que eliminar a esas 15 guerrilleros podría evitar la muerte de cientos o miles de personas los siguientes años. Hasta se evitaría el probable drama del atentado durante los Juegos Olímpicos que organizaría el país. Pero violar territorio extranjero le parecía inaceptable. Y mucho menos matar gente, aunque fueran asesinos.

¿El fin justificaba los medios? Recordó a Nicolás Maquiavelo, y todo lo que había estudiado en la facultad y sostenido durante decadas, entró en crisis. Una cosa era hablar de valores, y otra era decidir. ¿No podría hacer trampa por esta vez? El fin lo ameritaba. Su espíritu estaba partido al medio entre las enormes ganas de liquidar a esos guerrilleros, evitar muertes injustas y convertirse en un prócer, y por el otro lado, violar territorios vecinos y matar gente.

Tuvo una tentación de magnanimidad, sabiendo que podía decidir la vida de otras personas. Pero intuitivamente, supo que esa decisión nunca podría ser fecunda. ¿Dejar a los terroristas vivos lo sería? Se acordó de Max Weber que decía que quien se metía en política sellaba un pacto con el diablo, de tal modo que ya no era cierto que en su actividad lo bueno solo produciría el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucedía lo contrario, y que quien no veía esto, era un niño, políticamente hablando. Se preguntó si él sería un niño.

Imaginó a Harry Truman, teniendo que decidir tirar una y luego otra bomba atómica, para que matando 200.000 japoneses en un instante, se evitara la muerte de 1.000.000 de norteamericanos que demandaría vencer al Japón si había que desembarcar con infantería en las islas. Y si bien las matemáticas habian convalidado aquella masacre, la vida no cabía en esas ecuaciones. Ni se animó a pensar como debió haberse sentido aquél presidente norteamericano el resto de su vida.

Aún fracturado en dos mitades contradictorias e irreconciliables, le dio la orden al jefe de inteligencia de abortar la misión. El jefe de los espías se retiró entre sorprendido y decepcionado.

Los días siguientes, el primer ministro experimentó una gran culpa por las muertes de inocentes que ocurrirían inexorablemente. Y durante los años posteriores, cada atentado que hubo le produjo un sufrimiento adicional ya que siempre sentía que podía haberlos impedido.

Hoy la ETA está mayormente desarticulada. No concretaron el atentado de los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, pero mataron infinidad de inocentes en un sinnúmero de actos terroristas.

Más de veinte años después de aquella decisión, Felipe González  aún no sabe si hizo lo correcto.

Artículo de Juan Tonelli: Máxima contradicción.