El funcionario del ministerio de desarrollo social no pudo convencer a la vangabunda de ir con él a uno de los hospedajes públicos.

 Pese a sus enormes esfuerzos, y a que era una fría y lluviosa noche de invierno, todo fue en vano.

Mientras pensaba en alguna nueva estrategia de persuasión, y la señora seguía acomodando sus modestas pertenencias en el alero del comercio en el que se protegía de la absoluta intemperie, irrumpió un señor muy distinguido.  Sólo su cuello clerical delataba su condición de sacerdote. Delicadamente se acercó al asistente social y le solicitó que lo acompañara. Cuando se alejaron lo suficiente de la vagabunda, el sacerdote dijo: -«Esta señora hace mucho tiempo que vive en la calle; desde el día en que su único hijo murió ahogado al quedarse encerrado en un placard. Si bien nunca se pudieron esclarecer las condiciones de la muerte de ese niño de 2 años, lo cierto es que desde entonces ella nunca más quiso volver a vivir entre paredes. Y pese a los innumerables esfuerzos que hemos hecho desde la parroquia, no hubo caso». Dicho lo cual, el sacerdote se despidió en forma cálida y siguió su camino.

El asistente social, impresionado por la historia, volvió a mirar a la señora. La observó tranquila, ordenando sus cosas, como si vivir en la calle fuera lo más normal del mundo.

Pensó en los traumas humanos, esas cicatrices del alma que aunque corten la hemorragia del dolor, no sirven para restablecer el normal funcionamiento del ser. Se preguntó si al vivir a la intemperie y lejos de los peligrosos placares, la vagabunda estaría más segura.

Más tarde y mientras regresaba al ministerio, se dio cuenta que todos los seres humanos tienen sus placares acechantes, y que aunque los hombres insistan en exhorcizarlos alejándose de ellos todo lo posible, los esfuerzos son tan caricaturescos y estériles como los de aquella pobre mujer. Se preguntó cuáles serían sus propios placares, y en cómo hacer para aprender a convivir con ellos.

Artículo de Juan Tonelli: Placares asesinos.